Ruy Pérez Tamayo
Fernando Salmerón Roiz (1925-1997)
La muerte repentina del doctor Fernando Salmerón Roiz el día 31 de mayo pasado, privó a México de uno de sus filósofos y educadores más distinguidos, a la UNAM de uno de sus investigadores eméritos de mayor prestigio y tradición, a su apreciable familia de su miembro más querido e importante, a sus alumnos de un maestro ejemplar y de una guía sabia y generosa, y a sus amigos de un personaje respetado, entrañable y que con facilidad despertaba sentimientos fraternales de amistad y de gran confianza. Como yo tuve la fortuna de contarme entre sus amigos, en estas líneas voy a intentar una semblanza personal de Fernando, tal como voy a recordarlo siempre.
Nos conocimos en 1980, cuando ingresé a El Colegio Nacional, del cual él ya era miembro desde hacía 7 años, y nuestras respectivas químicas resultaron tan afines que nos hicimos buenos amigos de inmediato. Yo así lo sentí, a pesar de que la personalidad de Fernando no era muy abierta ni expresiva, sino todo lo contrario; al principio más bien parecía tímido y algo retraído, pero eso era el resultado de su fina educación y de su extrema gentileza de espíritu. Era además modesto por naturaleza, no por postura, lo que nunca dejó de causarme admiración y asombro, pues al repasar la lista de las posiciones importantes que ocupó en varias instituciones de educación superior del país, de las distinciones que recibió, tanto nacionales como internacionales, y de los cuerpos consultivos y consejos de administración de los que formó parte, uno esperaría un personaje muy distinto, quizá con un poco de deferencia en su trato con los simples mortales. Nuestra amistad se reforzó cuando ingresamos el mismo día a la Junta de Gobierno de la UNAM, en 1983, y más todavía cuando yo ingresé a la Academia Mexicana (de la Lengua) en 1987, de la que Fernando ya formaba parte; además, coincidimos durante pocos años en el Consejo de Administración de Siglo XXI, y en los últimos 4 años en el Seminario de Problemas Científicos y Filosóficos de la UNAM. Lo más importante y apreciado de nuestra amistad fue que la compartimos con Carlos Montemayor, y las tres familias nos reunimos periódicamente a cenar juntos en la casa de alguno de nosotros, a conversar de literatura, filosofía y política, y a escuchar las canciones de Carlos. Como colegas en la Junta de Gobierno, Rubén Bonifaz Nuño, Fernando y yo compartimos la tarea de auscultar a numerosos grupos de universitarios en tres elecciones de rectores de nuestra UNAM, y en esas ocasiones tuve oportunidad de asombrarme una vez más de la sabiduría, el tacto, la suavidad y la cortesía con que Fernando trataba a todos los universitarios que se acercaban a nosotros, fueran personajes encumbrados, profesores famosos, estudiantes alebrestados o empleados técnicos o administrativos. Ver a Fernando actuar en aquellas largas sesiones me convenció desde el principio de que su trato conmigo, que yo consideraba como algo especialmente generoso y cordial, era el mismo para todas las personas que tomaban contacto con él. Lo mismo ocurría en las sesiones de los distintos cuerpos colegiados en los que coincidimos: hablaba poco, pero cuando lo hacía todos lo escuchábamos con atención y respeto, porque sus palabras siempre eran atinadas, constructivas y estimuladas por un transparente deseo de aclarar la situación.
Desde hace un año unos cuantos de sus amigos más cercanos nos enteramos de su enfermedad, más por filtraciones de otros colegas médicos que por Fernando, quien recibió el diagnóstico y llevó el peso del inevitable pronóstico con entereza y madurez características. Como su amigo médico más cercano, tuve oportunidad de conversar con él varias veces sobre su padecimiento, su historia natural, sus expectativas y sus complicaciones. Fernando se enfrentó a eso como lo hacía con todo lo demás: con objetividad, con inteligencia y con madurez; su actitud no era estoica (nada más lejos de él que el mesianismo) sino simplemente la de un hombre culto y consciente de que la realidad no se ajusta a nuestros deseos. Estoy seguro de que su fortaleza en ese último año de su enfermedad se apoyó también en otros tres elementos: el amor solícito y reconfortante de su familia, la conciencia de que había invertido su vida en tareas útiles para su comunidad y dignas de su inteligencia, y su profunda fe cristiana en la caridad y la justicia eternas.
Por su importante trayectoria en la vida intelectual de México y sus muchas contribuciones a la administración y a la filosofía analítica y de la educación superior, seguramente Fernando recibirá muchos y muy merecidos homenajes, tanto en nuestro país como en el seno de la comunidad filosófica internacional; en estas líneas yo he querido ofrecerle el tributo personal de un amigo que mucho le agradece su generosa amistad y que lo quiere y lo seguirá queriendo fraternalmente hasta el final. Descanse en paz mi admirado y querido amigo Fernando.