Hermann Bellinghausen
Sueños que vienen y van

1. Zorzales en la niebla. En la niebla se dibujan, acarbonados, los saltos de rama en rama de los primeros zorzales de la mañana. He soñado, estas noches, y eso es novedad, relativamente. Los sueños dejaron de ser sensaciones confusas, mero barniz inicial del posterior estado de ánimo. Ni se me ocurre contarlos, o anotarlos. Como la mayor parte de los sueños de todas las personas, son simples, tonterías hipnóticas y al encantamiento subyugadas. Hacen tolerables los días.

Los zorzales aparecen al otro lado del sueño, lo heredan, ocurren hacia afuera y no al revés, como los atisbos de los visionarios y alucinados.

Carezco de imaginación. El mundo real siempre rebasa la fabulación insegura. Mirar, escuchar y sentir son una cosa, y otra, ligeramente distinta, imaginar.

Los zorzales al carbón van de vuelo y se borran con la luz, que no aumenta pero se adensa al avanzar la hora.

2. La raña quieta. Con sus siete patas en abanico se adentra en la cera del cirio, en la grácil postura de una bailarina que cruzara las piernas y alzara como remolino los meneos de cinco brazos. Con siete extremidades frondosas y largas llegó al embalsamiento, articulada y mineral, lista para arder.

La mañana prosigue, devela los amarillos de la luz, las flores nuevas y las hojas viejas, el blanco de las primeras azucenas que ahogadas de maleza asoman al verde de la extensión evidente.

Después de los zorzales, ningún ave regresa al territorio de la luz. El vaho en el vidrio llora la ventana a la inocente sinceridad del cristal tal cual, y salgo.

3. Tarde de grajos. Un canto de pájaro al silencio de alguien trabajando. Un tesón de pocos tonos, como un leñador o un hombre segando con detallada ergonomía minimalista. Los árboles vestidos de la mañana no tienen, como los del camino, los troncos desnudos. Llevan el ramaje propio y otros follajes, yedras, lianas, nidos de ave, líquenes y bromelias.

Crujen las hojas secas. Caballos pastando camino abajo. Ruidos de caída de agua. Un zumbido que anda. El día de ojos abiertos se encuentra, sin nadie a la redonda.

Alboroto de grajos, que atardecen discretos y melodiosos. Al crepúsculo, enloquecerán por nada, y a los chillidos. Pero todavía falta.

Contra el negro de su plumaje en brillo, desde acá sus ojos distantes parecen flechas verdes.

4. Abrir de puerta. Llego con los ojos calientes del que acaba de ver y me sumerjo en un sueño de agua salpicando por encima de mí.