Sergio Pitol
El arte --ese oscuro objeto del deseo-- suele conjugarse con las obsesiones de quien lo forja. Aquí, El arte de la fuga es el recorrido amoroso por la memoria, las memorias de su autor. Amoroso, sí, pero asimismo fulgurante. Sus páginas me hicieron recordar los juegos dieciochescos con el dibujo anamórfico, que requiere un prisma donde convergerán las líneas para que la figura vuelva a integrarse. Algo así sucede con este libro. Hay una vastedad de líneas que apuntan en muchas direcciones, para unirse después, bajo el prisma luminoso de la pluma de Sergio Pitol. Y si el deleite de la sorpresa se prodiga en el ojo del contemplador plástico, aquí el deleite de la lectura es --estoy segura-- mucho más amplio. Porque, finalmente, la anamorfosis era un divertimento, y la escritura de Pitol es muchísimo más que eso.
Sergio construye un tramado rico que va y viene por los vericuetos de la memoria. La suya, claro está, pero también la de los mundos que lo han acogido, donde se ha desarrollado su vida. He dicho los mundos, ¿pero cuáles mundos? Caigo en dificultades insalvables de pretender enumerarlos, porque pertenecen a muchos reinos: al del arte, a la geografía, al gozo sensual, a las moradas del alma. Y no existe en el libro un juicio de valor que privilegie un placer sobre otro. Todos guardan una carga de importancia epifánica en El arte de la fuga.
Sin embargo, de lo que no cabe duda es que el gozo se permea a lo largo de sus hojas. Sí, acaso sea ésa la búsqueda que aquí se significa. Aunque para llegar a vislumbrarlo se transite por situaciones y estados de ánimo no siempre placenteros.
``¿Qué es uno y qué es el universo?'', se pregunta el autor, para responderse: ``Uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas''. Y precisamente de eso trata el libro. Un recorrido por las calles del mundo y por las calles del alma, transitadas al interior del vehículo de la tolerancia. Y dicha declaración de fe hace más que entrañable la lectura de El arte de la fuga. Cito la opinión del autor, vertida a propósito de una Venecia ideal, pero que se extiende --creo yo-- a otros asuntos: ``Tengo la certidumbre de la unidad biológica del hombre con todo lo que lo circunda y su fusión mística con el pasado''. He aquí la grandeza del ser humano; es cuerpo, sí, pero es mucho más que eso. Y Pitol nos lo muestra a cada paso.
Recordando a Giordano Bruno, la obra podría muy bien llamarse ``El arte de la memoria''. Se desplaza --como la memoria-- por diferentes planos que van de lo cotidiano a lo que la tradición considera trascendente. En sus páginas brillan los instantes que el escritor ha seleccionado. Es más que obvio el trabajo riguroso en la escritura. Sin embargo, me parece que el rigor en la elección de los temas y en la elección de su sitio en el libro es de tal manera terso, que engaña al lector hasta hacerlo creer que asiste al proceso mismo de la memoria puesta en movimiento.
El hecho de ser miope confiere a la mirada unas características que --debo confesar-- yo puedo reconocer. Al ver menos se ve más o se ve de otra manera. Es inevitable, como lo sabemos los miopes. Pienso que ahí se abre el primer camino a la imaginación. La pobreza de la vista posibilita el recrear al mundo de muchas formas. Todo es en un momento para dejar de serlo, un segundo después, al irse aproximando al objeto, a la variación de la forma. Y, así, me parece más que razonable el gusto de Pitol por el expresionismo alemán, por ejemplo, que da una visión sesgada de la realidad.
El arte de la fuga narra una cantidad grande de eventos en la vida del escritor, aunque no se trata de la continuación de su autobiografía juvenil. Aquí al lector le sucede algo muy extraño: se asoma a lo largo y ancho de los acontecimientos y, no obstante, es probable que al finalizar el libro en realidad no sepa mucho más de la vida privada de Sergio Pitol que al principio. Sin embargo, quiero decir que su lectura me ha hecho mantener --yo a solas-- una muy prolongada conversación con el autor o, mejor dicho, con el texto. Se afirma que un texto, para cumplirse, debe invitar a quien lo lee a entrar en diálogo. Pero si bien es cierto que es lo de- seable, no siempre es el caso.
Con El arte de la fuga, insisto, mi charla fue larga, continua, deleitosa. En mí suscita lo que suscita Proust: el encuentro perenne con la sorpresa. Y dicho encuentro surge de sensaciones que destacan placeres pequeños, cotidianos, o el placer del encuentro con el arte en sus diversas manifestaciones o el gozo enorme frente a la naturaleza o su manera para encarar la escritura. El libro también podría llamarse ``El arte de vivir''.
Sergio Pitol habla de la vida con su búsqueda consciente --reiterada en estas páginas-- del hedonismo; pero afloran aquí también sus lados oscuros. Porque desde luego que el disfrute, para lograrse cabalmente, debe recorrer caminos muchas veces espinosos, y Sergio no lo soslaya. De ahí el áureo fruto que cosecha él, que cosechamos nosotros al leerlo.
Rilke urge --como algo fundamental para el poeta-- a hurgar en el niño que se fue alguna vez, y uno de los pasajes que más me conmovieron --habiendo tantos que lo hicieron-- es en el que narra la dolorosa muerte de su madre, de su hermana. El trágico epílogo de una excursión al campo.
En la urdimbre de las redes de su memoria brotan aspectos e intereses muy diversos. Y, sin embargo, todo es pertinente. Los libros leídos, los amigos, la música, el arte, los rincones del mundo. Hay una razón de ser en el libro; pero hay una razón mucho más fuerte de ser en el recorrido vital del autor. Es clara la intertextualidad, y no sólo la literatura. Surge la magia que teje y enlaza los asuntos, hasta hacernos entender que nada pudo haber sido de otra manera. Que Galdós, que Chéjov, que Tabucchi, que Verne, que Dickens, que Beckmann, que Goya, que Bach, que Monsiváis, que Venecia, que Italia, que Mann, que María Zambrano, que Sacho, que Praga, que Chiapas, que Potrero, que la colonia Condesa, en fin, que el mar y el trópico, que la niebla, que las personas y los sitios, en verdad, son la médula con cuyos discursos se cocina este libro escrito para ``apaciguar desasosiegos y cauterizar heridas''. El libro es El arte de la fuga, pero es la vestidura riquísima de Sergio Pitol