El drama de los niños de la calle es un alarmante indicador del grado de disolución al que ha llegado la sociedad mexicana, en el cual confluyen diversos factores de índole económica, social y política que deben ser tomados en cuenta para hacer frente de manera cabal y efectiva a la condición, humana y moralmente inaceptable, en la que sobreviven miles de menores en la ciudad de México y otras zonas urbanas de la República.
Debe considerarse, ante todo, que estos menores han sido arrojados a la calle por el grave y preocupante proceso de desintegración familiar que se vive en extensos sectores de la población, generalmente los más desamparados en términos económicos; un fenómeno cuyo ritmo ha estado marcado, en primer lugar, por los quebrantos coyunturales y las deformaciones estructurales de la economía. Y en la medida en que la familia es --axioma de cualquier reflexión social-- la unidad básica de la sociedad, la disolución de las suyas implica, para los niños de la calle, la cancelación de la primera y más básica instancia de inserción e integración al país del que deben formar parte con pleno derecho.
A partir de esta circunstancia, para esos ciudadanos en ciernes queda vedada toda posibilidad de participación, todo espacio de desarrollo humano y de existencia: en su enorme mayoría, están condenados a ser víctimas de violencias de toda índole y a subsistir entre la marginación extrema, el hambre, la drogadicción, la prostitución y las enfermedades.
A esta tragedia social hay que agregar la persecución, el abuso físico y sexual, y las violaciones a derechos humanos fundamentales que realizan, de manera cotidiana, despiadada e impune, empleados públicos y agentes policiales contra estos infantes, los más indefensos entre los mexicanos.
Debe hacerse conciencia, por otra parte, que si bien el fenómeno es más visible y dramático en la capital del país, no se circunscribe a ella, y que, por el contrario, está presente en muchos otros centros urbanos de la nación.
Ante estos hechos resulta imperativo que las autoridades urbanas y las instancias judiciales emprendan acciones decididas e inmediatas para investigar y castigar de manera ejemplar a los policías y trabajadores públicos que cometen toda suerte de tropelías, algunas de ellas lindantes con la tentativa de homicidio, como el reciente incendio intencional, provocado, al parecer, por agentes del orden en unas coladeras del norte capitalino que sirven como refugio a estos menores.
En lo inmediato, es necesario también que las instituciones urbanas, las oficinas de Población, Educación y Salud, diseñen y pongan en práctica, con urgencia, un plan integral que ofrezca a los niños de la calle opciones de vivienda, alimentación, vestido, educación, salud, trabajo, cultura y desarrollo humano en general, a fin de posibilitar su reinserción a la sociedad. De lo contrario, estos niños y jóvenes --no pocos de los cuales han nacido en las coladeras y edificios abandonados, y conforman ya una nueva generación de mexicanos totalmente marginados y sin esperanza-- marcarán una fractura social de dimensiones trágicas y consecuencias incalculables para la cohesión y la viabilidad nacional misma.
En esos habitantes de coladeras, cruceros, plazas y casas abandonadas, está en juego una parte de nuestro futuro. México no debe aceptar la existencia de los niños de la calle como si se tratara de un asunto normal e inevitable, ni acostumbrarse a verlos como parte cotidiana del panorama urbano ni asumir al respecto actitudes de fatalismo --o, peor aún, de cinismo-- social.