MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Figuraciones
Lo peor de la gasolina y los madrazos es que ahora, además de talonearle durísimo todo el día, tengo que andar cuidando El Pato para que no hable; si veo que alguien lo detiene así, como para preguntarle algo, voy y me lo jalo. Las personas que pasan en sus coches me miran como diciendo: ``Y este grandulón, ¿qué onda?''. Para que no vayan a creer que soy puñal, les digo que el escuincle es mi hermanito. Puro cuento: ni sé cuántos años tiene.
Me cae que si El Pato abre la buchaca nos van a sacar de aquí para mandarnos a una Casa o una Granja. Se lo repito al carnal todo el tiempo, pero él nomás se me queda viendo. Me desespera y le grito que me responda. ¡Ni madres! Si sigue tan callado, le voy a cambiar de apodo: El Muerto le quedará mejor.
Creo que entre el susto de que fuéramos a morirnos achicharrados en la coladera y los madrazos que le dieron después, algo se le rompió a El Pato en la cabeza. Lo malo es que por allí se le metieron unas ideas muy raras. Figuraciones no lo dejan dormir, y luego anda medio apendejado todo el día, caminando entre los coches como si nada. Por Dios que si no lo han hecho tortilla es de puro milagro y también porque me paso todo el tiempo gritándole: ``Buzo, güey, ten cuidado con la micro''.
Antes El Pato era bien hablador, bien despierto. Es más, nos salvamos de morirnos quemados en la coladera gracias a que él nos dio el pitazo: ``Hay lumbre en los trapos, hay lumbre...'' Como ratas asustadas, empujándonos, de puritito churro alcanzamos a salir a la avenida. El gusto ni nos duró porque allí estaban esperándonos los gandayas.
Me cae que, si no nos hubieran agarrado por sorpresa, los habríamos hecho correr; pero no nos dieron tiempo. ¡Palo! ¡Duro con él! ¡Tómalas! ¡Chíngate, cabrón! Antes de que me desinflaran a manguerazos en el estómago, alcancé a oír a uno que decía: ``Pégale en las espinillas para que no puede escaparse''. Y me dieron y me caí y ya tirado en el piso alcancé a ver corriendo a El Caníbal, El Sope y La Lorita. Pobre chava: si los gandallas la apañaron, me imagino cómo le habrá ido.
Estuvo tirado en el piso un chorro de tiempo. En la mañana me dolían menos los golpes que oír a los que pasaban: ``¡Qué horror, qué barbaridad! Ahora, hasta en la calle se drogan. Lo que dirían sus padres si los vieran''. Entonces me pareció que estaba oyendo a mi papá. La primera vez que lo llamaron a la Delegación para que me identificara lo oí decir: ``Qué vergüenza tener un hijo vago y drogadicto''. Sí, después de cuatro años de no verme, fue lo único que se le ocurrió al viejo chotearme -como si él no supiera por qué había tenido que largarme a la calle y por qué aprendí a aplacar el hambre, el frío y el dolor muñequeando, llegándole al cemento con que pegábamos las suelas en su taller.
Al fin pude levantarme y caminar. Iba pensando en dónde andarían mis compañeros cuando vi tirados los tenis de El Pato; como él tiene los pies distintos, no necesita el zapato izquierdo, los dos que usa son derechos. Le pusimos su apodo por ese detalle y por la forma de la boca: la tiene salida, plana. ¿De qué creen? De una golpiza que le dio su jefe.
Levanté los tenis y anduve buscando disimuladamente, seguro de que El Pato estaba muy cerca. Cuando lo descubrí, con la cabeza sangrándole, me dio tanto gusto que lo abracé. El soltó un grito que me hizo chillar.
Cuando El Pato se juntó con la banda, El Caníbal y El Sope se portaban bien gruesos con él; La Lorita no permitía ni que se le acercara por no encariñarse con él. El escuincle me dio lástima y dejé que se me pegara. Al principio me mareaba de tanto oírlo. Sobre todo de noche se le metían las ganas de platicar. Así me enteré de lo poco que sé de él: que su mamá se llamaba Lola, que era bien dulce y que, cuando murió -nunca ha querido explicarme de qué-, extrañaba sus caricias.
Pobre Pato: me contó que una vez sintió tantas ganas de que su mamá lo abrazara que, con todo y el miedo que le tenía, se acercó a su jefe y lo besó. El viejo -¡ya me lo imagino!- agarró una tabla y le sonó en la carota, dizque para quitarle ``la maldita costumbre de pedirle besos a otros hombre''. Cuando se cansó de madrearlo, su papá le dijo bien claro que, si volvía a hacer eso, iba a matarlo como a un perro. El Pato se asustó y esa noche se salió de su casa. Rodó bastante antes de dar con nosotros. El Caníbal, El Sope, La Lorita y yo éramos familia hasta la noche en que quisieron quemarnos dentro de la coladera. Entonces cada quién agarró su rumbo, menos El Pato y yo que, por suerte, dimos con este solar.
Está bien feo, todo lleno de basura, pero al menos es fácil salir de aquí -¿qué tal si otra vez quieren prendernos fuego?- y hay harto espacio para que se acomoden nuestros cuates en caso de que se masquen dónde estamos. Ojalá que lo hagan pronto, antes de que tenga que largarme por culpa de El Pato. Puedo vigilarlo para que no hable cuando se va conmigo a talonear; pero a veces, por lo mismo de que sigue muy débil, no se levanta. Me da miedo que alguien -puede ser cualquiera- entre, lo vea, le pregunta y el diga algo. Entonces, ¿qué? De seguro vendría un montón de gente, a nosotros nos sacarían para mandarnos a la Casa o a la Granja y después levantarían una capilla o a lo mejor hasta un templo.
Se lo he explicado mil veces a El Pato, pero no me responde, tampoco dice nada mientras procuro demostrarle que lo que ve no son apariciones, sino manchas de humedad. Cuando llegamos aquí no eran tan grandes. Me fijé en ellas una tarde que estábamos comiendo y, de repente, El Pato se puso bien pálido y se cayó para atrás, como si a él también le hubieran dado un manguerazo en el estómago.
`Uta, me costó uno y la mitad del otro despertaron. Cuando abrió los ojos le pregunté qué le había sucedido. El Pato señaló hacia la pared: ``La Vírgen estaba allí. Vino a traerme un recado de mi mamá''. Sentí ganas de reírme, pero se me quitaron cuando le vi los ojos al chavillo; entonces, por si las dudas, me persigné.
Al otro día El Pato me dijo que no iba a salir a talonear. En la tarde, cuando regresé, vi que estaba cambiando su cama -pinches cartones y trapos- junto a la pared. ``¿Y eso?'' ``Quiero estar cerca de ella cuando vuelva'', fue lo único que me dijo.
Entonces comencé a preocuparme de que la golpiza que le habían dado los gandayas a El Pato lo hubiera vuelto loco y de que le contara a alguien lo de su dichosa aparición. Fue en ese momento cuando le dije a mi cuate lo que nos sucedería si hablaba. Prometió callarse y lo cumplió: conmigo habla poco, mucho con la pared.
La vida que llevamos es más o menos la de antes. El Pato y yo salimos temprano a talonear -digo, si es que no se siente mal-, echamos una ojeada por los rumbos para ver si encontramos a los cuates, luego regresamos. En la noche no salimos, por temor; nos quedamos viendo el cielo, callados. Palabra que extraño los tiempos en que me mareaba de oír a El Pato.
Hoy, cuando regresamos, el chaval no comió: como loquito se puso a desmadrar el basurero más de lo que está. ``¿Qué buscas?''. Ni palabra, pero luego fue a llevarme un pedazo de papel y el cacho de lápiz que encontró. ``No sé escribir. Tú sí''. Esperé a que me dictara: ``Virgencita: tú que puedes verlo todo acércate a mi papá y dile que nunca he olvidado el beso que me dio y que ya no me acuerdo de los trancazos. Dile también que lo extraño''.
Cuando terminé, el chavo agarró el papel y se fue a su cama. Se pasó toda la tarde esperando. Ya es muy noche y sigue allí listo, según él, para entregarle el recadito a la Virgen. Yo sé que es una mancha pero a El Pato no se lo vuelvo a decir.