Al cabo de 289 días de cautiverio, los 60 soldados y los 10 infantes de marina colombianos que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) mantenían en su poder han sido liberados en perfectas condiciones físicas. Este es un triunfo de la razón, pero también de la paciencia negociadora, de la flexibilidad y de la voluntad de distensión tanto del gobierno como de los guerrilleros: es, por lo tanto, un triunfo de Colombia e instaura un día fausto, que deberá ser recordado en un continente acostumbrado a tantas noticias nefastas.
La decisión del gobierno de retirar las tropas de un vasto territorio selvático permitió que las FARC pudiesen transitar por el mismo con su columna de prisioneros pero, sobre todo, eliminó suspicacias y reflejó el deseo del poder civil de controlar el laborioso proceso de conquista de una paz de valientes en una guerra civil que dura desde hace más de tres décadas en un
país ya martirizado y desangrado, hace 50 años, por lo que eufemísticamente ha dado en llamarse ``la Violencia''.
Quizás haya sido esa conciencia de los liberales colombianos sobre el terrible costo sicológico y social que debe pagar un país que se instala en el fratricidio lo que ha permitido al gobierno soportar el inevitable precio político que deberá pagar ante los sectores más intransigentes de la sociedad y lograr con la guerrilla un acuerdo basado en la dignidad. También es de desear que esta negociación pueda permitir a las FARC encontrar la vía de la pacificación con honra y garantías (cosa que no pudieron lograr anteriormente otros grupos que entregaron las armas para participar en la vida política legal). El reforzamiento de la imagen del presidente Ernesto Samper que resulta de este éxito posiblemente facilite la solución de otros espinosos problemas legales, en el caso de la droga, y la imposición de la legalidad y del respeto por la vida humana en vastos sectores del territorio colombiano en los que aún mueren sindicalistas, simples obreros o pobladores bajo el fuego cruzado de las milicias ilegales y de los militares. Toda América vería en esa acción, como ve en el éxito del gobierno en la liberación de los soldados, no sólo un enorme progreso hacia la paz y el imperio de la ley y la civilización en nuestro continente, sino también una potente señal, que marcaría una contratendencia frente a la utilización creciente, en muchos países, del terrorismo de Estado como única respuesta a la cuestión social.
La guerra, la militarización y la represión generalizadas tienen un alto costo monetario y uno aún mayor desde el punto de vista social, pues de ella no salen sociedades libres e independientes. La extirpación de la hidra del narcotráfico es, en cambio, posible a condición de separar de la producción de drogas a quienes no son delincuentes sino campesinos sin alternativa, desviando fondos hacia créditos y subsidios rurales para dedicar los restantes, aunque menores, a una represión, esta vez legal y popular, de los que se dedican a la producción y venta de estupefacientes.
Puesto que la droga, como una infección, sólo prospera en una nación débil y enferma, con un Estado tal vez duro pero no sólido, por su carencia de consenso, todo paso hacia la obtención de éste y de la pacificación nacional es al mismo tiempo un paso hacia la normalidad, o sea, hacia la reducción de la sombra del crimen. Colombia hoy ha dado un paso de ese tipo y eso es motivo de regocijo para todos