La Jornada 19 de junio de 1997

RABIA, AMARGURA Y CULPA

La muerte de Irineo Tristán Montoya, ejecutado ayer por la justicia texana en la cárcel de Huntsville, deja una sensación de rabia y amargura en muchas conciencias de México, Estados Unidos y otras naciones.

Este fallecimiento programado, planificado en sus mínimos detalles y provocado con toda frialdad y plena cobertura de las leyes estadunidenses, es un episodio más, un nombre más, en la larga lista de la aplicación de la más inhumana, cruel y degradante de las sanciones: la pena de muerte, desde que se reinstauró en el país vecino, hace ya 21 años; uno de tantos homicidos legales y de Estado perpetrados, casi sin excepción, contra individuos procedentes de hogares destruidos, seres marginados por la propia sociedad que los considera indignos de seguir viviendo, integrantes de las minorías negra y latina en la nación que se ve a sí misma como paradigma democrático.

La convicción de que ningún ser humano, por el motivo que sea, debe ser privado de la vida, obliga a repudiar el castigo aplicado ayer a este connacional, con la misma indignación que cabe ante cualquier ejecución, sin importar en qué país ni bajo qué circunstancias, sean cuales sean los antecedentes legales, las culpas o la nacionalidad de la persona sentenciada.

Pero para los mexicanos, la muerte de Irineo tiene implicaciones adicionales muy dolorosas que no deben, sin embargo, ser silenciadas.

Ha de considerarse que este hombre, originario de Xicoténcatl, Tamaulipas, fue inducido por la marginación, la pobreza y la esperanza de una vida mejor, a probar suerte en territorio estadunidense desde los 14 años; que vivió en el país vecino en las conocidas condiciones de desamparo y hostigamiento que padecen nuestros trabajadores migratorios, olvidados por México y perseguidos por Estados Unidos. Fue en esas circunstancias que Irineo hubo de afrontar la acusación de homicidio y el juicio en el cual fue condenado.

La nación, en suma, fue incapaz de ofrecerle a Irineo -como a tantos otros cientos de miles o millones de ciudadanos y ciudadanas- las condiciones dignas de vida que le permitieran permanecer en su país y no arriesgarse a cruzar ríos y alambradas, padecer el hostigamiento racial y la persecución policiaca, sufrir la explotación laboral sin derechos y, en el caso extremo, enfrentarse a un sistema judicial inhumano y desviado por la xenofobia y el racismo, como lo es el estadunidense.

Por otra parte, en estos días amargos se ha señalado, en diversos medios, que los esfuerzos de las autoridades de nuestro país para preservar la vida de Irineo fueron insuficientes y tardíos. La tardanza resulta innegable si se considera que entre la sentencia a nuestro connacional y su ejecución transcurrieron once años, y no fue sino a última hora que el gobierno intensificó sus gestiones ante Washington y ante Austin para buscar la conmutación o la postergación del castigo finalmente aplicado a Irineo. La insuficiencia se ratificará o se desmentirá en los próximos días, dependiendo de la energía o la tibieza con la que México exprese su protesta por la ejecución y su rechazo a la práctica de la pena de muerte.

Pero debe admitirse que no sólo el gobierno, sino también la sociedad mexicana en su conjunto, estaba obligada, humana y moralmente, a defender por todos los medios a su alcance la vida de Irineo, y que no puso en ello el empeño y la convicción que el caso demandaba.

México debe reconocer la parte de responsabilidad que le corresponde en la muerte de Irineo, no como un ejercicio de mortificación a escala nacional, sino porque otras tres decenas de connacionales --12 de ellos en Texas--, están sentenciados a la pena máxima y es imperativo actuar para salvarlos. No podemos permitirnos que otros mexicanos mueran en la sala de la inyección letal, en la silla eléctrica o en la cámara de gas. El gobierno debe intensificar significativamente la asistencia legal a los migrantes y elevar el tono de sus demandas ante las autoridades estatales, federales y judiciales del país vecino para impedir nuevas ejecuciones. La sociedad, por su parte, tiene la obligación de hacer oír su voz de repudio. En tanto que el gobierno y la población de Estados Unidos están obligados a saber que, más allá del Río Bravo, la pena capital es considerada una ofensiva e inadmisible expresión de barbarie y, lo más importante, que no somos indiferentes a la vida y a la muerte de nuestros connacionales en su territorio.