A principios de esta semana el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Vicente Aguinaco Alemán, informó de las investigaciones en curso sobre el comportamiento de jueces y magistrados presuntamente relacionados con el narcotráfico, de la destitución de cinco de ellos y la no ratificación de otros diez. Ayer, Mario Melgar Adalid, integrante del Consejo de la Judicatura Federal, dio a conocer otras seis investigaciones de funcionarios judiciales que ya fueron turnadas a la Procuraduría General de la República (PGR).
Estas informaciones dan pie a reflexionar sobre las actitudes institucionales que deben asumirse frente a las organizaciones del narcotráfico, cuyo surgimiento, florecimiento y expansión internacional son, sin duda, un fenómeno sin precedentes en los anales de la delincuencia.
En efecto, los cárteles de la droga han acumulado un poder tal, que en ocasiones rivaliza con el propio poder del Estado: la capacidad de fuego, los recursos organizativos y de comunicaciones, así como las enormes sumas de dinero que maneja, colocan al narcotráfico en una posición desde la cual los jefes mafiosos pueden comprar conciencias e infiltrar --incluso controlar-- instituciones públicas y privadas, empresas, medios de información, organizaciones religiosas, partidos políticos y clubes deportivos, entre otras entidades.
El carácter internacional de este negocio ilícito y criminal pone en desventaja a los gobiernos que pretenden combatirlo, dadas las dificultades de coordinar esfuerzos en un terreno supranacional. Las naciones preponderantemente consumidoras tienden a achacar la responsabilidad del problema a las que son mayoritariamente productoras o de tránsito, y ello genera diferencias, hasta ahora insalvables, de concepción y enfoque.
Es claro que, en tanto no se eliminen estas diferencias en un clima de entendimiento, respeto y cooperación, y en tanto no se establezca una estrategia multinacional al respecto, no será posible la erradicación del narcotráfico. A pesar de esta desconsoladora certeza, México, en virtud de imperativos emanados de sus propias leyes, tiene el deber de seguir combatiendo en su territorio las acciones de los narcotraficantes. Para ello, la premisa básica debe ser el reconocimiento de la vulnerabilidad de las instituciones nacionales ante la capacidad de penetración de las mafias de la droga. Como se ha visto en meses recientes, ninguna entidad pública o privada está, en principio, a salvo de la infiltración de los narcos: ni las corporaciones policiales encargadas de combatirlos, ni las fuerzas armadas, ni el aparato judicial responsable de dictaminar la culpabilidad o la inocencia de los presuntos traficantes o productores de droga.
Esta realidad debiera obligar al conjunto de las instituciones a mantener una actitud vigilante y a actuar sin vacilación en cuanto aparezca cualquier indicio de que uno o varios de sus integrantes están coludidos con el narcotráfico. La inacción en esos casos, bajo el pretexto de salvaguardar el prestigio de la institución de que se trate, resulta contraproducente y, a la larga, mucho más costosa que la investigación expedita, la denuncia formal y la divulgación del hecho ante la opinión pública.
Por ello, es plausible la actitud asumida por Aguinaco y Melgar, en la medida en que expresa la determinación de proceder contra servidores públicos presuntamente corruptos, así como la decisión de informar de ello a la sociedad. Por desgracia, en tanto no se adopten medidas internacionales radicales contra el narcotráfico, éste seguirá cooptando funcionarios en los más diversos ámbitos de la administración pública. Y en tales casos, la única defensa posible de la sociedad y del Estado es actuar con presteza y determinación y evitar a toda costa el encubrimiento y la impunidad.