Felipe González marcó toda una época del socialismo español y de España misma, en su reconstrucción posfranquista y su ingreso en Europa borrando los Pirineos. Hombre de Willy Brandt y, después, de Helmuth Schmidt, líderes modernos de la socialdemocracia alemana, rompió con el viejo Partido Socialista Obrero Español que había dado hombres como Largo Caballero o los mismos Prieto y Besteiro, con raíces en un socialismo obrero, sindical, republicano, según las tradiciones de su fundador, el tipógrafo Pablo Iglesias. González, en la llamada transición a la democracia, consiguió convertir al PSOE en un partido de la nueva clase media y, al mismo tiempo, conciliar con la vieja Unión General de Trabajadores (UGT), a la que convirtió en la principal central obrera del país a pesar de que González no pudo evitar que España tuviese el mayor volumen europeo de desocupados (22 por ciento). Reconstructor de un Estado centralista para favorecer el ingreso en el entonces Mercado Común Europeo, no vaciló en reconocer autonomías a los nacionalismos históricos, Catalunya y Euskadi, al mismo tiempo que españolizaba por todos los medios y reprimía, a cualquier costo, a los independentistas vascos, tan importantes para acelerar la caída del franquismo y tan inoportunos en el momento del esfuerzo por borrar el pasado.
A 24 años de su ascenso a la Secretaría General del PSOE, González opta por retirarse entre bambalinas; no se sabe muy bien si para abrir camino a los jóvenes o para asegurar una especie de maximato continuista por interpósita persona. Toma nota así, no tanto de las dificultades en que su persona mete a su partido por el asunto de la supuesta participación del Estado en la actividad paramilitar de los GAL, que asesinaban militantes vascos, terroristas o no, en España o fuera de ella, sino sobre todo de la nueva fase en que se encuentran los socialistas europeos.
En efecto, ya no es la época, en Inglaterra, de los Tony Benn y los dirigentes ligados a los sindicatos, sino la de Tony Blair y sus eurotecnócratas; no es ya tiempo de los Brandt o de los Lafontaine en Alemania, sino de sus oscuros epígonos, ni el del discutible pero notable Franois Mitterrand en la Francia que acaba de llevar a los socialistas de nuevo cuño al gobierno. Es una época, en cambio, y quizás por ahora, en la que el ex líder comunista español Santiago Carrillo llega a ser socialdemócrata, al igual que el ex comunista italiano Massimo D'Alema y su aún más moderado vice, Walter Veltroni, para quien Clinton es un modelo, pero demasiado radical...
La renuncia de González cierra así otra fase del socialismo español, que fue primero obrero y anticapitalista, después sólo reformista del capital y ahora se contenta con ser europeísta modernizador en el marco de la política de Maastricht. Por su parte, España, antes país atípico en el continente, aspira ahora a ser algo más que una provincia francoalemana meridional y soleada, según las normas que marca el turismo en las Baleares y la Costa del Sol, y trata de meterse en la locomotora del desarrollo europeo lidereado por los países de su norte geográfico.
Felipe González ha hecho mucho para abrir esa perspectiva y quizás el PSOE sin él podrá remplazar pronto en el gobierno a una derecha en crisis, pero ni el socialismo ni España serán ya lo que fueron y, por lo tanto, habrá que volver a analizar ese nuevo producto para el siglo que viene