Barcelona. El futbol, ese deporte que ha ganado dimensiones de otra cosa, es capaz de movilizar o paralizar las ciudades. Ahora que el Real Madrid se convirtió en campeón de la liga, la ciudad de Madrid se movilizó. Ese día, según podía verse en las imágenes que transmitió la televisión, más de 300 mil personas, con el añadido de lujo de directivos y jugadores del equipo, se juntaron a celebrar el triunfo en la fuente de La Cibeles. Previamente las autoridades, como suelen hacerlo siempre, vaciaron el agua y desconectaron la instalación eléctrica.
Barcelona, ese mismo día, quedó paralizada. La ciudad entera vibraba frente a los televisores, metida en un conjuro colectivo que buscaba la derrota del Madrid, para que el Bara, su equipo, tuviera oportunidad de ser campeón. El conjuro funcionó mal, el Real Madrid no sólo dejó sin oportunidad al Barcelona, también hundió a la ciudad en un silencio triste que empezó a dispersarse el lunes, dos días más tarde.
Hay diversas formas de ponerse a tono con una ciudad y siempre puede optarse por las más oblicuas, esas que tienen relación más bien tangencial con el entorno. Esta forma, además de tangencial y oblicua, es completamente experimental: comprar, llegando a la ciudad, un disco y un libro que llevarán la encomienda de ir pautando la estancia, que una vez terminada (ya puestos nosotros en otra parte) podrá evocarse cuantas veces sea necesario, a partir de estas dos obras cruciales.
De música elegí, fiel a mi apego por lo tangencial, el álbum Nueva Etiopía, escrito por Bernardo Atxaga, la estrella de la literatura vasca, y convertido en música por sus amigos músicos. El libro: Puerca tierra, de John Berger. Nueva Etiopía incrementa ``lo que se va sintiendo'', mientras que Berger afina ``lo que se va entendiendo''.
La celebración multitudinaria en La Cibeles, en Madrid, no tuvo consecuencias, si descontamos que un aficionado, gordo y eufórico, se trepó en la estatua y en su intento por situarse en la cabeza, le quebró la mano izquierda que fue a caer, con gran estruendo, al suelo.
Los 45 minutos del segundo tiempo que haría campeón al Madrid, sembraron aquí en Barcelona ese silencio que duró dos días.
Yo no acostumbro ver el futbol. Aproveché el silencio de la ciudad para ponerme a tono con Berger.
Entré en un bar que tenía un cliente, un barman, una luz generosa que adopté para mi puesta a tono y --esto era inevitable-- un televisor encendido en el canal del juego.
El locutor narraba los sucesos en catalán. Pedí una cerveza y retomé a Berger en esa parte en donde explica, de manera luminosa, la mitomanía personal del hombre de la ciudad, contrapuesta con la mitomanía colectiva del hombre del campo. La primera línea que me sorprendió, fue premiada con un grito de la tribuna que salió del televisor. Tanta casualidad me hizo levantar los ojos del libro y pasearlos por el único cliente y el barman que no per- dían detalle de lo que pasaba en el campo de juego. Regresé a Berger.
La segunda línea importante también fue coreada por la gente de la tribuna. Lo mismo pasó con la tercera y con todas las que vinieron después. Luego de la cuarta línea que celebró el estadio dejé de sorprenderme: quedaba claro que cada quien entiende el futbol a su modo. El punto final del capítulo coincidió, como lo esperaba, con el postrer silbatazo del árbitro.
Más tarde el televisor del bar transmitió la celebración multitudinaria. El único cliente se había ido. El barman y yo contemplamos asombrados la última escena del programa : entre la multitud que abandonaba La Cibeles, pudimos ver a una señora empujando un carrito que llevaba adentro la mano izquierda de la estatua