MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Inyección letal
``Tener trabajo en estos tiempos es una bendición de Dios, así que no se quejen''. Cuando la señora Leonor nos sale con eso me gustaría pedirle que se pase al área de soplado, y si después de media hora piensa lo mismo, mis respetos. No se lo digo porque no quiero darle el gusto de ver la cara que pongo cuando nos amenaza con que tendrá que hacer un nuevo ajuste. ¿Otro? Pero si ya quedamos bien poquitos: nueve, porque a once los despidieron y, como dice Braulio, los condenaron a morirse de hambre.
A principios de año entró el recorte durísimo porque en la Navidad se vendieron menos cajas de esferas. Si la gente no tiene dinero para comer, ¿de dónde va a sacar para los adornos del árbol? Eso lo entiendo hasta yo, que llegué nada más hasta cuarto de primaria. Los patrones --Leonor y su hermano Julio-- piensan distinto: que nosotros tuvimos la culpa por no darle buen acabado al producto.
No es cierto. Ahora siempre lo dicen para hacernos sentir mal y para que no pidamos aumento o compensación: a los de la fábrica de galletas que está junto se la están dando, por el calor. Aquí se siente como si estuviéramos en un horno. A veces, cuando pienso que voy a desmayarme de sofoco, veo los muestrarios: paisajes nevados que adornan las paredes.
Son chaparras y muy gruesas. El primer día que entré aquí me llamó la atención ver telarañas colgando por todas partes. ``¿Nunca sacuden?'', pregunté. Herminia me explicó: ``No son telarañas. Es la rebaba del vidrio: con el calor ese sube y a uno se le mete por la nariz''. Don Braulio me advirtió: ``Esto es peligrosísimo. Puede uno morirse de asfixia como los mineros''.
Con todo y que es muy delgadito, nadie usaba el tapabocas --el calor lo vuelve intolerable--, pero el miércoles por la tarde yo fui la primera en ponérmelo. Cuando me lo quité estaba empapado, más que de sudor, de lágrimas.
Aunque haya teléfonos, aquí no nos dan permiso de recibir llamadas. Como las ventanas están casi a la altura del techo no tenemos ni siquiera el consuelo de ver para la calle. Nuestra única distracción es el radio. El primero que llega lo enciende. Como a doña Leonor no le gusta nuestra música, se enchufa los audífonos de su Sony y se pasa el tiempo junto al ventilador, vigilándonos y oyendo las noticias. Por eso, aunque jamás salga de aquí --ella y su hermano Julio viven en los cuartos de arriba--, sabe lo que sucede en todas partes.
Doña Leonor se siente con el derecho de decirnos que le desagrada la música que oímos, en cambio nosotros no podemos protestar porque, cuando se le pega la gana, se desenchufa los audífonos y nos canta las noticias como si fuera un gritoncito de la Lotería: ``Ya hubo otro desastre en la India'', ``en Buenos Aires hicieron manifestación los jubilados'', ``un mexicano subió al pico de la montaña más alta''. Me da risa pensar que mientras ocurren todas esas cosas en el mundo nosotros, los nueve empleados de la fábrica de esferas, vivimos concentrados en dos cuartos, igualito que si estuviéramos presos, y siempre como a punto de celebrar la Navidad. A mí esa temporada siempre me ha dado mucha tristeza, pero este año pienso festejarla en serio. Aunque me quede sin un quinto compraré muchas cajas de esferas rojas y las colgaré en el árbol en memoria de Irineo Tristán. Pienso que su muerte debe de haber cambiado muchas vidas; yo, gracias a él, comencé a vivir la mía.
Empecé a comprenderlo la tarde del miércoles, cuando me despedí de Herminia y le dije con gusto: ``Nos vemos mañana''. Luego corrí dizque para alcanzar la combi, pero en realidad lo hice para que mi amiga no me viera llorando y porque me urgía reunirme con Eusebio y decirle todo lo que por el maldito orgullo he estado callándome desde que me anunció que pensaba largarse a Estados Unidos.
El camino de regreso se me hizo eterno. Cuando entré en la casa por poco grito por el gusto de ver a Chebo. Estaba sentado frente a la tele y nada más me dijo: ``No te apures, chaparra, yo creo que no me voy''. Todo era increíble: que mi esposo dijera eso cuando apenas en la mañana me había dicho que en dos semanas se iría; sentir tantos deseos de abrazarlo cuando unas horas antes había visto llegar el miércoles odiándolo todo: mi trabajo, mi casa, mi esposo, mi vida.
El martes en la noche me dormí enojada por la noticia que me dio Chebo: ``Ya van a darme el dinero: en quince días, a más tardar, me voy''. El miércoles amanecí con un dolor de cabeza terrible. Pensé quedarme en la casa pero luego me di cuenta de que si lo hacía no iba a descansar sino a pasarme todo el tiempo discutiendo con Eusebio, así que me levanté y me vine para la fábrica.
Cuando llegué ya estaba la patrona en su banco, cerca de su abanico eléctrico --así llama al ventilador--, mirando el reloj para apuntar los minutos de retardo y con sus malditos audífonos enchufados. Herminia nos saludó y lo primero que hizo fue encender el radio bien fuerte. Iba a decirle que le bajara porque la cabeza me estallaba, pero no pude hacerlo porque me lo impidió la voz chillona de doña Leonor: ``La madre de Irineo ya llegó a la cárcel. Tiene derecho de hablar con su hijo cuatro horas. Pobre mujer: con lo malísima que está''. Miré el reloj: eran las nueve y media. A la mamá de Irineo le quedaban ciento ochenta minutos para decirle todo a su hijo; a nosotros mucho más tiempo antes de poder salir de la fábrica: cerrada, caliente, oscura como una cárcel.
``¿Qué estación está oyendo, doña Leo?'', gritó Herminia con ánimo de cambiarle al radio. Le pedí que no lo hiciera, pero el resto de mis compañeros votaron en favor de las noticias y no tuve otro remedio que aguantar. ``¿A poco no te interesa lo que pueda sucederle a ese muchacho? Yo no he dejado de pedirle a Dios por él'', dijo mi amiga, y se persignó.
Pensé otra vez en Eusebio y en el maldito orgullo que me había impedido suplicarle que no se fuera, y menos sin papeles. Imaginé que a lo mejor en esos momentos alguien --uno de sus hermanos, su padre, quizá la novia de Irineo-- estaría reprochándose no haberle convencido, diez años antes, de que se quedara en El Mante. Se lo comenté a Herminia, movió la cabeza y luego fue a pedirle permiso a don Julio para encender las veladoras del altar. Desde que hubo un incendio en la fábrica nos tienen prohibido prenderlas. El patrón nos lo recordó pero fue inútil: enseguida dos flamitas iluminaron a nuestra Virgen del Perpetuo Socorro.
Seguimos trabajando y oyendo las noticias. Después de tres o cuatro relacionadas con distintas partes del mundo, el locutor volvía al caso de Irineo Tristán: ``Terminó la entrevista con su madre'', ``la familia está reunida en un jardín cercano a la prisión'', ``aún hay esperanzas de que el gobernador llame''.
``Ojalá que Dios toque el corazón de Bush'', dijo la patrona limpiándose los ojos --cosa que nunca antes la vi hacer, ni cuando los once condenados le suplicaron que no los despidiera. Herminia se persignó, Socorrito se fue volando al baño y Braulio tomó su morral: ``Son las dos: vámonos a comer''. En fila atravesamos el camellón. Almorzamos allí desde que subieron los precios en la fonda de ``Las Nenas''.
``Malditos perros'', dije cuando me senté y vi el pasto salpicado de suciedad; don Braulio abrió su toper y luego protestó: ``Chinaco: de nuevo ejotes''. Socorrito alcanzó a oírlo: ``Irineo pidió pescado pero es mes sin erre, ¿no le hará daño?''. No pude aguantarme y le solté: ``¡Qué idiota eres!'', pero luego me arrepentí y le pedí disculpas.
Sin haber comido regresamos a la fábrica. Pasamos el resto de la tarde esforzándonos por trabajar. Suspendimos la tarea cuando, a las seis y cuarto, el locutor informó: ``Para Irineo todo ha terminado''. Apagamos los sopletes, nos quitamos los mandiles de plástico y salimos otra vez a la calle. Como siempre, Herminia y yo caminamos al paradero. Cuando me despedí y dije: ``Nos vemos mañana'', comprendí que teníamos algo maravilloso: un jueves por vivir.