La Jornada domingo 22 de junio de 1997

Sergio Zermeño
Su féretro como urna

Lo que más impresiona en el momento de la muerte de Fidel Velázquez no es su larga vida biológica sino su larguísima, e imbatible, vida política. En su comportamiento, querámoslo o no, nos pese o no, se encuentran los elementos dominantes del quehacer político de los mexicanos, y decir quehacer político en un país con una cultura predominantemente estatal como la nuestra es, ni más ni menos, hablar de la mexicanidad sin adjetivos.

Su conducta fue siempre tan extremadamente pragmática, que logró ser el líder indiscutido de la clase obrera durante los momentos gloriosos del corporativismo y del populismo (de los treintas a los setentas), y lo siguió siendo durante los momentos más ortodoxamente antipopulistas y anticorporativistas. Al grado de que aún no logramos aquilatar a qué extremo debió llegar en su pragmatismo para permanecer como el líder obrero indiscutido durante el salinozedillismo.

Esto quiere decir que su éxito, en nuestro medio y en nuestra historia, se basó en no haber respetado durante su larga vida ningún principio ético-político, ninguna orientación ideológica o valorativa, con una excepción: ser absolutamente respetuoso de la voluntad del Tlatoani en funciones, principalmente cuando dicha voluntad coincidió con la preservación de las instituciones del Estado. A fin de cuentas, en la preservación de esa institucionalidad lo único que respetaba era la continuidad del orden establecido, sin importar que ese orden fuera democrático, populista, o lo que siempre fue y ha sido: absolutamente vertical y autoritario, aunque naturalmente desde esta pragmática, el mejor de los órdenes posible, el más seguro, el más continuo, el que mejor preserva el poder para quienes están en el poder. Por ello, apoyó a fondo la represión estudiantil de 1968 y también por ello apoyó al echeverrismo aunque, en este último caso, su respaldo fue dado con reservas ya que siempre vio en las políticas de ese sexenio un peligro desestabilizador.

Entonces la enseñanza más fuerte que nos deja es que la verdadera filosofía de la Revolución Mexicana nunca consistió, y menos hoy, en la participación social --a pesar de haber sido él, paradójicamente, el líder de la clase obrera--, sino que consistió en el respeto, en realidad el pavor, de los políticos a la participación activa de la sociedad mexicana. Al revisar su trayectoria vital se descubre con nitidez lo que quiere decir en nuestro sistema político y en nuestra cultura estatal el ser líder de la clase obrera y el ser líder de los sectores populares en general: significa entregar en charola y procesado (domesticado) el poder de unas bases sociales que han sido puestas bajo la responsabilidad de un hombre de confianza del Tlatoani (del principio autoritario del orden): lo mismo da si es líder obrero, empresarial, o rector de una universidad (¿para qué hablar de los campesinos y los indios?)

Quizás su sabiduría radica, también hay que aceptarlo, en no haber caído en la tentación del poder total, de poseer el vértice, de devenir el gran Tlatoani, por que de ese gran poder no se sale más que como un muerto en vida.

En esta perspectiva, la trayectoria histórica de Fidel constituye una de las más nítidas biografías de los mexicanos: de los agentes que han hecho posible este orden de setenta años que él conoció y comenzó a construir cuando apenas era un veinteañero. Hoy enterramos al más ortodoxo de los pragmáticos, al extremo de que hasta con su muerte, voluntaria o involuntariamente y gracias a los actos fúnebres que el gobierno se encargará de dilatar y magnificar, acarreará votos a su partido, a su Estado, a su locura autoritaria, al orden en que él creyó siempre, sin descanso, sin importar que fuera nutrido con la sangre de cientos de jóvenes: importó más su verticalismo en su vejez, que esas vidas, como en Tiananmen.