Una nueva amenaza se cierne sobre los trabajadores migratorios mexicanos ante el anuncio hecho por el Servicio de Inmigración y Naturalización (SIN) de que aquellos que reincidan en su intento por cruzar la frontera de Estados Unidos serán procesados bajo cargos penales. Hasta la fecha, el SIN ha fichado a más de 725 mil trabajadores y ha puesto en marcha operativos de control más rigurosos con el fin de detener el flujo migratorio ilegal.
Esta situación se enmarca en un fenómeno migratorio binacional determinado por la necesidad de la economía estadunidense de contratar mano de obra barata, por la incapacidad de la economía mexicana para arraigar a grandes sectores de su población, a los cuales no puede ofrecer perspectivas de vida mínimamente decorosas y, en general, por las enormes diferencias entre los niveles de vida de ambos países.
Sin embargo, las autoridades de Estados Unidos han convertido en problema este flujo migratorio que, en esencia, aporta soluciones tanto para la economía mexicana como para la del país vecino, sobre todo en los sectores agrícola y de servicios, no sólo porque ofrecen mano de obra barata, sino porque realizan trabajos que casi ningún estadunidense está dispuesto a hacer.
La manipulación del tema migratorio por miembros de la clase política estadunidense busca achacar todos los males de su país a los trabajadores extranjeros, los cuales son satanizados mediante campañas demagógicas que alimentan los sentimientos xenófobos y racistas que recorren a la sociedad de la nación vecina.
En otro sentido, considerar ilegales a los trabajadores migratorios es útil para abaratar su mano de obra, para controlar su cantidad y regular su presencia, así como para negarles los servicios y las prestaciones sociales.
Lo que debiera ser considerado una infracción administrativa es tipificado como delito penal. Quien acude a Estados Unidos en busca de trabajo se convierte, por ese solo hecho, en delincuente.
Cabe señalar que cuando de antemano se da trato de criminal a un trabajador, se violan los derechos humanos universalmente consagrados y se distorsionan valores nodales de la propia nación vecina, como la ética del trabajo pregonada por el protestantismo.
Más grave aún, con esta actitud se predispone a la población en contra de nuestros connacionales; predisposición que resulta especialmente peligrosa en el sistema judicial, el cual, como pudo constatarse en el condenable episodio de Irineo Tristán Montoya, mandó a la muerte a un hombre con base en un juicio marcado por las irregularidades y los actos discriminatorios. Finalmente, el hecho de considerar el trabajo migrante sujeto de castigo
penal introduce factores de perturbación y de desencuentro en las de suyo complejas relaciones bilaterales entre México y Estados Unidos.
Hace años (desde el encuentro en Rambouillet, para ser exactos) las reuniones del Grupo de los Siete (hoy G8, gracias a la incorporación rusa) son más que nada citas de espectáculo y propaganda. Ahora, en Denver, nuevamente se comprobó que el acuerdo principal consiste fundamentalmente en la conciencia generalizada, entre los líderes participantes, de que hay desacuerdo en todos los puntos importantes.
Los ejemplos más claros al respecto son los temas del comercio mundial (que incluye el rechazo a la ley Helms-Burton); la concepción de la ayuda a Africa (punto en el que se enfrentan Francia y Estados Unidos); la extensión del dispositivo militar de la OTAN, dominada por Washington, en el Viejo Continente y el Medio Oriente; la concepción del saneamiento económico (prioridad a la eliminación del déficit fiscal o al mantenimiento de cierta red de bienestar social), así como el problema no planteado del control de la energía en la primera parte del próximo milenio, sobre todo el desarrollo del petróleo del Mar Caspio, que podría reforzar a Rusia y a Irán y hacer que esos países sean menos frágiles frente a Washington.
Hasta ahora, en efecto, en Denver, el gobierno estadunidense ya ha tenido choques con los representantes europeos (en especial, con los de París); Moscú se ha visto enfrentado a Tokio, y Japón, al igual que Rusia, no logra resolver sus diferencias con Estados Unidos y con Rusia. Para colmo, la ausencia de China en esta reunión cumbre plantea interrogantes como el tema de las alianzas comerciales e industriales en el Lejano Oriente; en Pekín, las exigencias estadunidenses de garantías a la democracia en Hong Kong y en el resto de China solamente consiguieron irritar a las autoridades.
En resumen: la realidad demostró una vez más que el mercado es global, como jamás lo había sido en la historia humana, pero también que no existe una clara hegemonía política ni mucho menos una unidad de intenciones y esfuerzos entre los países que, de todos modos, dictan a los demás las reglas del mercado y se enriquecen con el comercio y el pago de la deuda externa que debilita severamente al resto de las naciones. El G7-G8 aparece cada vez más como un club exclusivo que nada tiene que ofrecer a la porción de la humanidad no representada en él.