Murió la mujer que dio el último bastón de guerra a Marcos; tenía 116 años
Hermann Bellinghausen, enviado, Municipio rebelde San Pedro de Michoacán, Chis., 22 de junio Ť Apenas tenía 116 años, pero acaba de morir doña Herminia, una madre sobreviviente de Guadalupe Tepeyac, abuela cuyos nietos tienen ya nietos. Una tristeza vaga, como la niebla, y ``no muy muy triste que digamos'', como diría Juan, es compartida por el duelo del Tepeyac en el exilio. No sólo Fidel muere, también existen los silencios secretos.
Aunque los instrumentos de cálculo son imprecisos, los guadalupanos han concluido que La abuela, como le decían, nació en 1880. Una fecha que para ellos resulta prehistórica. Lo mismo da que sea imprecisa.
Cuando a fines de los cuarenta se fundó Guadalupe Tepeyac, en la cañada de Las Margaritas, en la ruta del desierto de La Soledad o selva Lacandona, doña Herminia era ya casi septuagenaria. Cabe señalar que algunas versiones más conservadoras le daban hasta 10 años menos de su edad. Como quiera, conoció ya mayorcita las luchas agrarias, y todas y cada una de las posposiciones y las derrotas.
A nadie sorprende el deceso de alguien cuya sobrevivencia es un milagro plenamente cumplido. Como pocas veces, se aplica aquí la serena expresión del conquistador Bernal Díaz del Castillo: ``murió de su propia muerte'', en un mundo convulso y desigual donde pocos tienen la fortuna de cumplir con tanta naturalidad su propio destino.
A diferencia de casi todo el actual pueblo de Guadalupe, no nació aquí; ni siquiera era tojolabal, sino medio india de San Cristóbal de las Casas. De clase pobre. En los tiempos de la Revolución migró hacia Las Margaritas, y con los años la movilidad familiar llegó a las fincas de los antiguos patrones, participó en la fundación de otros pueblos, como Santa Rita, pero siguió, llevada por la marea invisible de esta gente, cañada adentro.
Murió en el último pueblo que vieron nacer sus ojos: Guadalupe Tepeyac en el exilio, o el nuevo poblado, como tienden a decirle sus pobladores; más bien indicando que no tiene nombre definitivo este poblado de dos años que consideran provisional. Esperan volver a sus tierras y casas.
La abuela quedó montaña adentro, después de casi un siglo de haberse vuelto campesina indígena. Ya tenía más de 100 años cuando se hizo zapatista junto con todo su pueblo, hoy castigado por el gobierno, por insumiso.
Participó en todo. ¿Con qué clase de sonrisa habrá visto, o de menos oído el helicóptero de Carlos Salinas, en agosto de 1993, cuando bajó a inaugurar el hospital de lujo que un año después se llamaba Emiliano Zapata-Che Guevara, en el mero pueblo de doña Herminia?
Dos veces pudieron los periodistas verla en acción. La noche del 17 de noviembre de 1994, cuando las tropas del EZLN realizaron la ceremonia de la espiral de fuego, en la entrega del último ``bastón de guerra'', el del pueblo tojolabal, al subcomandante Marcos, quien ya tenía entonces los bastones tzeltal, tzotzil y chol de las bases de apoyo del EZLN.
Justamente fue doña Herminia, como la más antigua, quien entregó este bastón de mando. La acompañaba su bisnieta, más indígena que ella misma, en el centro de un denso círculo de teas ardiendo. Atrás de las antorchas la observaban, además de decenas de periodistas, todos los habitantes de la comunidad del Tepeyac y muchos de otras. ``Hombres y mujeres, ancianos y niños'', como se enumeran siempre los pueblos zapatistas.
``La segunda imagen de ella aparece al reverso de la primera, pero no menos ígnea. Con su paliacate atado a la cabeza, que le confería un aire definitivamente bucanero, iba doña Herminia en la huida, pocos meses después, en febrero de 1995, cuando apenas tenía 114 años. Otra modernidad se le vino encima en forma de helicópteros y tanques que desde entonces ocupan su penúltimo pueblo.
Allí iba, en hombros de sus nietas; a veces de plano en una silla, sobre la espalda de algún muchacho, seguramente pariente suyo. Subió la montaña, habitó como refugiada tres distintos pueblos y, finalmente, fundó al mismo tiempo que El Yoni y Chelita, Eva, Rosy, Heriberto, Rodolfo y la entonces recién nacida Fabiola, un último poblado que se supone provisional y que para ella, paradójicamente, fue el definitivo. Enjuta y sólida, con casi todos sus huesos a flor de piel, enmedio de un montón de niños, esperando.