Ninguna novedad verdaderamente importante viene de la cumbre de Denver del Club de París. Salvo que de ahora en adelante ya no sabremos si el club seguirá siendo de siete u ocho miembros. Pero, suponiendo que Rusia renuncie al control de las islas Kuriles, y superado el obstáculo japonés, Moscú se convertirá probablemente en miembro de pleno derecho de un nuevo Grupo de los Ocho.
Por boca del presidente Clinton, Estados Unidos dedicó esta cumbre a un ejercicio de autoelogio que puso europeos y japoneses con los pelos de punta. Apoyándose en sus resultados económicos recientes, las autoridades estadunidenses se sintieron en derecho de dar clases de economía al resto del mundo, convirtiendo la flexibilidad de la legislación laboral y la contracción de los sistemas de seguridad social en las dos claves universales del desarrollo. Es evidente que los vientos de la actualidad favorecen a Estados Unidos frente a una Europa cuyas economías crecen menos y lo hacen con una carga descomunal de desempleo.
Pero no es ésta la hora de los triunfalismos. Estados Unidos está registrando resultados económicos positivos que podrían, sin embargo, revelarse de corto aliento en el futuro si el país no desarrolla una nueva conciencia acerca de los cambios que deberá promover para enfrentar tanto sus desequilibrios internos como su nueva posición en un contexto internacional que va carcomiendo progresivamente su tradiciónal centralidad. Y por el otro lado, la actual debilidad económica europea podría revertirse en el mediano plazo si la moneda única terminara por nacer sobre bases firmes y comenzara a ejercer una presión fuerte sobre la hegemonía del dólar en las finanzas internacionales.
Lo que es evidente en la actualidad es que el parto del Euro es doloroso. La silenciosa, pero obvia, intención europea de llevar un ataque sistemático a la hegemonía del dólar ha producido hasta ahora una atención casi exclusiva al equilibrio de las cuentas públicas, lo que ha debilitado el dinamismo económico europeo. El viejo continente está pagando los costos de un proyecto que, de resultar exitoso, podría sin embargo alterar en el largo plazo los equilibrios de fuerzas a escala planetaria. Mirando al futuro, Estados Unidos no tiene muchas razones para el triunfalismo. Mirando al ahora, Europa no tiene ninguna.
Pero, además de los inestables equilibrios de poder entre las economías desarrolladas del mundo, hay algo inquietante en el presente. Y es la virtual ausencia de algunos de los mayores poderes económicos en los organismos rectores de la economía mundial. Uno de los datos sustantivos de la actualidad es que varias economías en vías de desarrollo son ya actores de primera importancia en el escenario mundial. En efecto, si medimos el PIB según el criterio de la paridad de poder de compra (en lugar que a tipos de cambio corrientes), China es hoy la segunda economía del mundo, India es la quinta, Brasil la novena y México la treceava. Y si seguimos encontramos Tailandia, Irán y Turquía en los lugares 16, 17 y 18 del ranking mundial. Y sin embargo, este peso objetivo no tiene hasta el momento ningún reflejo político en los organismos que, como el G-7, pretenden para sí una función reguladora global.
Es cierto, la globalización es hoy, como lo fue el descubrimiento del fuego o la revolución industrial, un hecho objetivo al cual hay que adaptarse. Pero aquello que no se entiende es por qué la adaptación deba significar necesariamente ausencia de presión conjunta de parte de algunas de las economías más poderosas del planeta. Si las economías más grandes del mundo sienten la necesidad de un foro para coordinar sus políticas, ¿por qué las economías que vienen inmediatamente después, no sienten la misma necesidad? No estamos aquí frente a la necesidad de reeditar un tercermundismo retórico, sino de dar peso político mundial a los países que tienen un indiscutible peso económico. ¿O es que China, India, Brasil, México, Tailandia o Nigeria no tienen necesidades comunes? ¿Hasta cuándo un G-6 (G-7 o G-8) del otro lado?