Pedro Miguel
Pol Pot ante el mundo

Las épocas de terror del Tercer Reich y del reinado de Stalin son referentes algo nebulosos y remotos para más de dos terceras partes de la humanidad, que no nació a tiempo para vivirlas. En cambio, lo ocurrido en la ex Kampuchea en la década antepasada es un asunto mucho más cercano a nosotros, incluso si tuvo lugar en los tiempos, que parecen lejanos, en los que el Muro de Berlín estaba de pie.

Breviario: en abril de 1975, los guerrilleros del Khmer Rojo, o Partido Comunista de Camboya, echaron del poder a un gorilato corrupto, represivo y proestadunidense, encabezado por el general Lon Nol, y entraron a Phnom Penh, la capital del país, poblada en ese entonces por unos 3 millones de personas. En los 44 meses que siguieron, los nuevos gobernantes del país vaciaron las ciudades, enviaron a sus habitantes a trabajos forzados en comunas rurales --en donde muchos de ellos sucumbieron por agotamiento, hambre o enfermedades--, mataron a cuanto opositor, o supuesto opositor, caía en sus manos, clausuraron las escuelas, asesinaron a la mayor parte de los profesionistas --empezando por los médicos-- y cerraron el país a todo contacto con el exterior, a excepción de China, cuyo gobierno protegió en todo momento a los khmers rojos. Cuando el defector Heng Samrin los derrocó y, apoyado en tropas vietnamitas, capturó Phnom Penh en enero de 1979, encontró que ésta había perdido a más del 90 por ciento de sus habitantes. Casi veinte años después, la capital camboyana aún está lejos de recuperar sus niveles de población de 1975.

Nunca llegará a conocerse en toda su extensión el genocidio ocurrido en Camboya en la segunda mitad de la década antepasada. La ONU y los gobiernos occidentales zanjaron la duda asentando que el número de muertes causadas por el Khmer Rojo es ``mayor a un millón'', pero que podrían ser tres millones, o cuatro. Si se toma como buena la primera, conservadora cifra, resulta que entre su ascenso y su caída el Khmer Rojo mató camboyanos a un ritmo de casi 800 por día, durante tres años y medio.

Toda la responsabilidad de esta barbarie se sintetizó en dos sílabas: Pol Pot, nombre de guerra de quien en realidad se llama Soloth Sar.

Para colmo, después de la retirada estadunidense de la región, el Sudeste Asiático se convirtió en escenario de la pugna sino-soviética. Por esa vía, la situación en la ex Kampuchea se coló en la polémica ideológica entre las izquierdas. En los peores momentos del genocidio polpotiano no faltaron, en algunas bardas de Ciudad Universitaria, México, D.F., pintas a favor del Khmer Rojo.

Una vez expulsada del poder, esta facción siguió contando con la protección de Pekín, con el apapacho de la ONU y de la ASEAN, y con el reconocimiento del príncipe Norodom Sihanouk. Desde entonces, se ha mantenido como una guerrilla con influencia y representación política en Phnom Penh.

En 1985 Pol Pot se retiró de la dirección del Khmer Rojo y se reservó la calidad de ``asesor militar''. Ahora es prisionero de una fracción disidente de su propia organización que está a punto de entregarlo a las autoridades de Phnom Penh, las cuales, a su vez, han recibido una petición de la ONU para que Pol Pot sea juzgado como criminal de guerra.

Posiblemente se logre llevar a una corte internacional a este hombre de 69 años que sufre de malaria y que, según dicen quienes lo han visto, aparece ``extremadamente envejecido''. Sería justo.

Con todo, no deja de resultar asombrosa la capacidad de muchos para singularizar en un solo hombre las vastas responsabilidades de una organización criminal como el Khmer Rojo. Diríase que Pol Pot actuó solo y que, mientras estuvo en el poder, no tuvo tiempo para dormir ni para comer, porque tenía ante sí la ingente tarea de asesinar con sus propias manos a una persona cada dos minutos. Ahora mismo se habla de la posibilidad de que una versión light --es decir, despolpotizada-- de esa agrupación podría ser admitida como parte de la coalición gobernante que ejerce el poder en Camboya.

Finalmente, la presencia de ese anciano criminal, solo ante el mundo, y con la carga de la malaria y de su seudónimo bisílabo que sintetiza la crueldad y la intolerancia fanática, debiera servirnos para recordar que ningún país, ninguna época y ninguna ideología pueden reclamar el monopolio del holocausto y de la barbarie.