Resultó tan contundente la explicación sobre el triunfo priísta de 1994 basada en el famoso voto del miedo, que ha empujado al perredismo y al cardenismo a tomar una distancia excesiva con respecto a los movimientos de acción directa y en ocasiones hasta de los movimientos sociales que se desarrollan en regiones de alta conflictividad. Se entiende que con respecto a una guerrila como el EPR cualquier organización política establezca un claro deslinde, no sólo por lo divergente de sus métodos de lucha, sino porque en la época neoliberal está más que comprobado que cualquier pretexto es bueno para desmantelar a las organizaciones sociales y políticas que regularmente dificultan la aplicación expedita de los programas (debe- ríamos decir negocios) de los grandes intereses económicos de la globalización, ya sea la siembra de eucaliptos, la instalación de clubes de golf, los proyectos transísmicos, etcétera.
Por todo el territorio nacional el Ejército, las policías y las guardias blancas andan a la búsqueda de situaciones que permitan asociar grupos ``violentos'', o la violencia en abstracto, con organizaciones sociales a desmantelar, sirviéndose para ello de los métodos más violentos. Esto, tal y como ha sido planeado por los ingenieros gubernamentales de la desconstrucción colectiva, ha tenido un efecto desafortunado para la oposición mexicana, generando regularmente un divorcio entre acción social y acción política.
Esta brecha se ha ensanchado naturalmente en el periodo electoral: mientras en 1994 los perredistas y su candidato exageraron al acercarse excesivamente al zapatismo --al extremo de recibir un regaño público del subcomandante Marcos enmedio de una selva en la que pululaban más las cámaras que los árboles--, en 1997 el cardenismo se ha visto obligado a ir al otro extremo, a la casi indiferencia, empujado por una propaganda que ve en cualquier altercado o disonancia una evidencia del maligno, del alma violenta, tal como el diablo funcionó durante la Inquisición.
Por desgracia, y seguramente sin esa intención, el accionar del EPR ha venido a redondear esta propaganda que amenaza con multiplicarse más allá de lo electoral y devenir una ideología de la dominación para el desmantelamiento de la participación social organizada bajo los gobiernos del neoliberalismo dependiente. Es importante en consecuencia repensar y abordar con decisión esta temática, devolverle a los movimientos sociales y a sus organizaciones toda su legitimidad, dejando en claro que las luchas sociales recurren en ciertos momentos, hoy, aquí, en todas partes, en la historia y en el futuro, a la confrontación que, nos guste o no, es una característica extrema del funcionamiento de todas las sociedades (máxime porque con las políticas de la globalización el conflicto se vuelve casi inevitable). Hoy más que nunca las organizaciones políticas deben estar listas para entrar en apoyo de esas luchas sociales, cuando la desigualdad económica es creciente y el poder de los ejércitos se magnifica ante unos ``ciudadanos imaginarios''.
Esto fue subrayado en días recientes durante la presentación del libro El sueño zapatista, donde el subcomandante Marcos establece: ``Nosotros pensamos que el EZLN y el cardenismo son síntomas de algo dentro del movimiento social en México... en realidad son dos formas de nombrar una misma cosa, que es esa inquietud de la sociedad civil mexicana por jugar un papel más protagónico en la toma de decisiones políticas y económicas... sus demandas son las mismas, sus formas de lucha son las mismas''. Ahí reitera Marcos su esperanza de reconvertir el zapatismo en un frente civil, y no militar, de liberación nacional, aunque no necesariamente partidista: ``el hecho de votar no va a resolver las cosas... hay que organizar a la sociedad, no para que le pida al gobierno sino para que resuelva sus problemas... las comunidades zapatistas trabajan para resolverlos (y) el resto de la sociedad tiene que organizarse para resistir ese proceso de descomposición''.
Cárdenas por su lado le propone a la sociedad del Distrito Federal una utopía parecida sin renunciar a la vía electoral: ``La necesidad de una reconstrucción y un fortalecimiento de las agrupaciones y organizaciones de la sociedad civil del Distrito Federal: un programa para que `la gente', de manera organizada y en coordinación con las autoridades gubernamentales, haga frente a los problemas más apremiantes de su entorno vital. Sin esta reconstrucción de la sociedad civil es imposible imaginar soluciones para problemas tan urgentes como la seguridad ciudadana, el mejoramiento del medio ambiente, los programas emergentes de empleo, la reconstrucción del espacio escolar y la elevación del nivel educativo... Sin embargo, hay que poner bien en claro que debe existir una separación entre organizaciones sociales y autoridad política: aceptar desde el principio que existirá constantemente una dinámica de cooperación y en ocasiones de conflicto entre organizaciones sociales y autoridades de la ciudad, y que las soluciones a esto dependen del diálogo y los acuerdos pactados y respetados en contenidos y tiempos'' (esto último en alusión al incumplimiento zedillista de los acuerdos de San Andrés Larráinzar sobre derechos de los pueblos indios).
Ha llegado pues a tales excesos este maniqueísmo oficial asociando perredismo, luchas sociales y violencia, que la opinión pública comienza a quedar saturada. Ahora le toca a las organizaciones políticas y sociales y a los medios de difusión no controlados combatir el afán del gobierno zedillista por atomizar, deseducar y confundir a los mexicanos al convertir en almas violentas a todos los que no están con él.