La Jornada jueves 26 de junio de 1997

Rodolfo F. Peña
Después de la fiesta

Dentro de unos cuantos días, las campañas electorales hoy en marcha van a congregarse en esa especie de fondeadero de angustias e ilusiones que les conferirá su valoración histórica. La cuestión no parece consistir en quién va a ganar formalmente la jefatura del gobierno del Distrito Federal, ni quiénes integrarán la mayoría del Congreso según los escrutinios. La cuestión más bien consiste en qué va a ocurrir si a la postre ganan los que pierden o pierden los que ganan; es decir, si el largo y costoso proceso electoral, con sus nuevos instrumentos técnicos y sus normas jurídicas recién estrenadas, acaba enfangándose y haciéndose añicos en la anarquía y la violencia. Esto tiene algunas trazas de desmesura, y más valdría que lo fuera.

Sin agravios, con un ánimo puramente descriptivo, debe decirse que el PRI (aun con los parches del PAN o del partido que fuere), es una máquina de gobierno vetusta, herrumbrosa y pesada. Su vetustez, en cierto modo, viene del siglo pasado, desde que se discutía tórridamente qué hacer con las tierras de los indios (lo que no era muy difícil de decidir) y con los indios mismos (lo que ya no era tan fácil teológicamente, después de haberles encasquetado la condición humana, aunque esto a menudo solía pasarse por alto), con las propiedades de la Iglesia, con el liberalismo y con el mercado. Con poca fortuna buscaban armonizarse doctrinas contrastantes. Por ejemplo, en Lucas Alamán había elementos de preocupación social, como había liberalismo en José María Luis Mora. No parecía posible sujetar a México a los esquemas de las naciones modernas. Estorbaban los indios y, en general, los pobres, herencia de una sociedad primitiva y del despotismo de la Colonia. Esas contradicciones se cruzaron por entre la lucha de Independencia, se arrastraron por entre dos invasiones extranjeras y se estancaron por décadas en el porfiriato, forma nativa de gobernar con una doctrina liberal y una bota tiránica. La Revolución, que después engendraría al PRI, buscaría la conjugación práctica del liberalismo con las libertades y derechos sociales, con lo cual las inconsistencias doctrinarias habrían de resolverse hasta las calendas griegas.

Esas calendas no llegaron nunca, porque no hay calendas griegas, pero si llegaron fue hace mucho y nos dijeron adiós. La Revolución --no el PRI, propiamente-- hizo lo que pudo en cuanto a reforma agraria, empresas públicas e industrialización, instituciones sociales, educación, distribución de empleos y salarios, derecho de asociación y defensaÉ Pero dese hace muchos años, cuarenta quizás, retoñó el porfiriato vigorosamente. El poder y el dinero se concentraron escandalosamente no con la aquiescencia del PRI sino por su quintaesencia partidaria, se subastaron casi todas las empresas estatales y están en peligro las conquistas de la seguridad social; dan pena las principales organizaciones obreras y campesinas. El liberalismo social, que quiso aletear un poco con De la Madrid, se desvaneció por su segundo miembro con Salinas de Gortari. Quienes se han beneficiado con la política económica y la globalización, son los empresarios; ellos tienen organismos vigorosos, fuerza legal y pueden participar en política y negociar autónomamente tal vez hasta en las zonas oscuras del narcotráfico.

Pero el PRI, en las campañas, sigue actuando inercialmente como si suyas fueran las masas obreras y campesinas, las clases medias (incluidas las de la burocracia), las microempresas y los adalides de Forbes. Sigue pensando que el poder y la gloria son todos suyos y que sólo puede compartirlos cuando quiere, con quien quiere y a migajas. No digo que no haya todavía por ahí muchos despistados que esperen la vuelta de los buenos tiempos, ni sujetos con cultura política y experiencia que merezcan y puedan ejercer funciones legislativas y de gobierno. Pero los personajes más activos, visibles y parlanchines suelen ostentar una vulgaridad amazónica y gustan de la intriga, la calumnia, la difamación, el insulto directo. No parecen hallarse en una contienda electoral, acotada por la ley, la educación y las buenas costumbres, digámoslo así, sino en una guerra en la que no va a haber enemigos sobrevivientes. Tal como van las cosas, una guerra así sólo puede librarse contra la razón, contra el derecho y contra los electores. Y lo que no sobreviviría sería la gobernabildad del país, con cuanto eso significa.