Con la muerte de Fidel Velázquez se vuelve a plantear con fuerza la discusión sobre el futuro del sindicalismo mexicano, cuestión que remite al viejo tema del corporativismo en la formación del Estado y el sistema político (hasta ahora) vigente.
Una vez más, como ocurrió en los años setenta, los trabajadores mexicanos se hallan ante el desafío de buscar nuevas fórmulas que les permitan acompasar sus acciones con la doble necesidad de democratizar y modernizar la institución obrera por excelencia, el sindicato.
Desde la economía, pero también desde la política, la sociedad actúa sobre el viejo sindicalismo como un poder disolvente. Si a lo largo de décadas, éste pudo suplantar y/o reprimir la voluntad clasista de los trabajadores, a la postre resultó incapaz de impedir a los asalariados que éstos crecieran como ciudadanos. La democratización de la vida política nacional es veneno contra el corporativismo. El día de hoy nadie puede obligar a los trabajadores a votar por consigna.
La llamada alianza histórica entre el Estado y las fuerzas organizadas del sindicalismo se convirtió en una frase hueca desde el momento que los sucesivos gobiernos olvidaron el impulso reformista de la revolución originaria, al grado de convertir la política social que antaño le daba sustento, en un gesto patrimonialista tras el cual, estatismo de por medio, se produjo el matrimonio secreto entre la familia revolucionaria y los nuevos capitalistas.
Es evidente que los sindicatos agrupados en las grandes centrales históricas son cada vez menos una base que sustente al régimen político aunque sirvan como pilares insustituibles para el mantenimiento de los equilibrios básicos del sistema. El control sobre las organizaciones obreras es todavía un componente indispensable del poder sobre la sociedad, la llave maestra que ha permitido pasar sucesivamente a los gobiernos de la crisis a la reforma estructural y otra vez a la crisis sin grandes contratiempos ni convulsiones irreductibles.
El sindicato cetemista, con todo y sus cinco millones de afiliados, resultó terriblemente débil para enfrentar las consecuencias de los cambios que afectaron dramáticamente las condiciones de vida de los asalariados, organizados o no. Sencillamente hizo lo único que sabía hacer con enorme flexibilidad: asentir a las decisiones del gobierno a cambio, una vez más, de posiciones políticas para los representantes de la burocracia.
La resistencia cetemista al cambio se extiende a todos los ámbitos. Opuesta a la reforma política desde el comienzo, hoy capitanea a los sectores más reacios al pluralismo y la alternancia. Pero eso no es todo. Dada su naturaleza conservadora, el cetemismo rinde un respeto casi religioso a la Ley Federal del Trabajo, oponiéndose a cualquier modificación que, según ellos, atente contra las conquistas históricas del movimiento obrero. Pero ese cuidado, rayano en el inmovilismo, no impide que la burocracia sindical se convierta en el cómplice menor de la modernización más salvaje de la economía. En abierta complicidad con las autoridades correspondientes, los líderes sindicales ofrecen al mercado mano de obra barata, ajustes y despidos sin garantías ni protección alguna. Y ésa es hoy por hoy su función principal. Ya no es un secreto que numerosos capitales son atraídos a nuestro país gracias a la práctica de vender ``contratos de protección'' a los inversionistas que buscan en México las condiciones de un verdadero ``paraíso laboral''.
Sin embargo, el mundo del trabajo con todas sus contradicciones está ahí y no va a desaparecer en virtud de ningún exorcismo neoliberal. La reforma del sindicato tendrá que tomar en cuenta los cambios cualitativos ocurridos en la composición misma de la clase obrera, como consecuencia de la incorporación de la tecnología y los conocimientos científicos a las tareas productivas en las circunstancias de la globalización. Para los trabajadores mexicanos, sin embargo, la tarea comienza por el abc: hay que rescatar al sindicato como una organización autónoma, clasista, democrática. Democratizar y modernizar la organización obrera, como planteara en su tiempo Rafael Galván.
La muerte de Fidel Velázquez marca simbólicamente el fin de una época que la realidad ha venido dejando atrás. Pero no es poco lo que falta recorrer. La reforma laboral es indispensable. El gobierno debe sacar las manos de las organizaciones sindicales. Los empresarios no pueden seguir exigiendo siempre como si el salario y el empleo no importaran. Los partidos políticos, la sociedad entera tiene que revalorar el mundo del trabajo. Ha muerto Fidel Velázquez, la figura emblemática del sistema. No hay plazo que no se cumpla.