La Jornada sábado 28 de junio de 1997

Carlos Fuentes
Don Felipe y don Fidel

La tentación de equiparar la muerte de Fidel Velázquez, el nonagenario líder de la CTM (Confederación de Trabajadores de México) y la del PRI (Partido Revolucionario Institucional) es explicable e irresistible. Hay que trascenderla para confirmar, históricamente, que el PRI ha sido lo que ha sido, en gran medida, gracias a don Fidel y que don Fidel fue, en otra enorme medida, lo que el PRI hizo de él.

Esta pavana por un líder difunto se resuelve, precisamente, en una mutua responsabilidad que, tras cinco décadas de cohabitación, nos deja a los ciudadanos una herencia de mutua irresponsabilidad: Fidel Velázquez y el PRI se momificaron mutuamente, le robaron fluidez, imaginación, participación y democracia a las instituciones políticas de México. Es una grave responsabilidad.

Por antipáticas que sean las comparaciones, hago una, en estos días, con el PSOE (Partido Socialista Obrero de España) y su dirigente moderno, Felipe González. El joven político andaluz heredó, en el Congreso de Surenes de 1972, una formación minúscula, disminuida por el exilio y la perpetuación de vicios dogmáticos y faccionalistas. Del partido fundado en 1879 por Pablo Iglesias, González hizo una organización dinámica, fraguada en la oposición, el exilio y la clandestinidad y preparada, en la adversidad, para participar, llegado el momento, en la transición de la dictadura fascista a la plenitud democrática.

La transición española, hay que repetirlo porque constituye una lección, no fue obra de uno solo de sus factores, sino de todos. Un país teóricamente condenado a la minoría de edad cívica, dio la más brillante prueba de talento político en el mundo hispánico de este siglo. Todos los actores contribuyeron a sentar las bases de una democracia sólida y duradera. Los comunistas de Santiago Carrillo, los socialistas de Felipe González, la derecha de Manuel Fraga, el centro-derecha de los primeros ministros Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo. Quizás, por sí solos, hubiesen logrado el milagro de la transición pacífica. Esta, sin embargo, no se entiende sin la extraordinaria inteligencia política del rey Juan Carlos I y de la institución misma de la monarquía constitucional.

Allí quedaron rotos todos los cartabones de la fatalidad hispánica, la intolerancia de los reyes católicos, la sangría imperial de los Austrias y la ciega venalidad de los Borbones, la grisácea alternancia decimonónica, la dictablanda de Primo de Rivera, la dictadura de Francisco Franco y, en medio, las divisiones, las debilidades, la ternura traicionada de la ``república niña'' de la que hablaba María Zambrano. La mitad de España matando a la otra mitad que dijo Larra. El españolito venido al mundo para ``helarte el corazón'' que dijo Machado.

Esta visión de una España fatalmente condenada a la opresión y la intolerancia, olvidaba las conquistas de la Edad Media española, la dinámica de su burguesía urbana, las instituciones parlamentarias y judiciales fraguadas lentamente y con anterioridad, muchas veces, al resto de Europa: las Cortes de Cataluña, de 1217, preceden, diga lo que diga la arrogante señora Thatcher, al primer parlamento inglés de 1265. La revolución de las Comunidades de Castilla; la ilustración dieciochesca de Carlos III y Gaspar Melchor de Jovellanos; la Constitución de Cádiz y la filosofía de Blanco White; la raíz crítica, narrativa y democrática de los grandes novelistas del siglo pasado, Clarín y Pérez Galdós.

La democracia española no es un milagro. Es un acto de memoria cultural, de voluntad política, pero también de tradición recuperada. Sobre estas bases, la capacidad de la democracia posfranquista no debe asombrarnos. Pero sobre estos mismos cimientos, Felipe González llevó al socialismo español de la clandestinidad a la transición y finalmente, durante 13 años, al poder.

¿Con qué contó González, además de la tradición, la voluntad y la memoria? Contó con una cúpula directiva. Contó con una membresía activa. Y contó con el voto popular. Ningún partido democrático puede funcionar sin estos tres estadios. La desgracia del PRI, y en consecuencia la de México, ha sido no sólo la simbiosis PRI-gobierno, no sólo la debilidad o ausencia de las oposiciones al monolito de la Coatlicue política durante varias décadas, sino, lo que es peor, la cada vez más estrecha cupularidad del PRI, carente de base electoral alerta, libre, activa, convencida; carente de membresía alerta, libre, activa, convencida; y limitado, cada vez más, a la asfixia de una cúpula directiva disminuida, cada vez más, por la escasa calidad de sus personajes.

Cuando Felipe González renuncia a la jefatura de su partido, es posible que lo haga para desembarazarse de Alfonso Guerra (lo logró) y de la base territorial de los llamados ``barones'' del PSOE, a fin de darle mayor respiro nacional al partido (no lo logró). Lo que sí logró González --que sólo tiene 54 años-- fue abrirle el partido a directivas más jóvenes, reconocer que la tercera parte de los afiliados son hombres y mujeres menores de 40 años, renovar la directiva, activar la membresía y buscar nuevamente el apoyo del electorado que no es miembro ni dirigente del partido.

Esta es la labor que nuestro viejo, paquidérmico partido oficial, el PRI, no ha hecho ni parece dispuesto a hacer, confiado, si no en triquiñuelas electorales cada vez más difíciles de perpetrar, al menos en confusas alianzas del miedo (después del PRI, el diluvio), la inercia (sin el PRI, la resbaladilla) o la distancia (en el monte, sólo el PRI). Sabor a PRI, PRIsioneros del ruido de la historia... El partido en el poder todavía sabe cantar los boleros pero parece ayuno de toda proposición que aliente, construya y vigorice a la ciudadanía. La ciudadanía, en consecuencia, se organiza fuera del PRI en partidos de oposición, sindicatos independientes, el electorado sin afiliación y una sociedad civil diversificada, participativa y, ella sí, vigorosa.

Porque México, como España, tiene una tradición de lucha democrática más inclinada que la española, es cierto, a aliar la democracia política con la justicia y la igualdad. De las tradiciones comunitarias indígenas a Emiliano Zapata y a Marcos, de la rebelión de artesanos y trabajadores urbanos de 1624 a Cananea, Río Blanco y las luchas sindicales de Heberto Castillo y Demetrio Vallejo, México también tiene una historia que dice no sólo, como Porfirio Díaz, que ya estamos listos para la democracia, sino que siempre lo hemos estado.

Fuera del poder, el PSOE de don Felipe no tiene nada que temer. Su desafío es renovarse y reconquistar al electorado perdido. Fuera del poder, el PRI de don Fidel tendría la oportunidad de renovarse, rejuvenecerse, y decidir que puesto que ya no puede serlo todo para todos y nada para nadie, debe ser algo para algunos: su directiva, si sabe renovarla; su membresía, si puede organizarla; su electorado, si sabe conquistarlo.

En el espectro de la democracia española, el PSOE tiene un lugar y, en consecuencia, un futuro: es una parte, no el todo. En el espectro de la democracia mexicana, el PRI también tiene un lugar y un futuro, si renuncia a ser el todo y se reorganiza como una parte. Es la diferencia entre don Felipe y don Fidel.