Con base en la idea de que gobernar es una función política y administrar otra de carácter técnico, la gran incógnita de la inminente elección de Jefe de Gobierno del Distrito Federal es si tendremos, a partir de diciembre, un gobernante idóneo rodeado de un equipo de administradores aptos y eficientes.
Mientras la capacidad de gobernar no suele ser fruto de enseñanzas profesionales, las disciplinas administrativas se han sistematizado y tienen creciente importancia en el universo de las ciencias sociales. Nadie se titula, en ninguna parte del mundo, en la imaginaria carrera de gobernante, pero cada vez es mayor el número de servidores públicos egresados de escuelas y facultades especializadas en administración pública.
Los licenciados, maestros o doctores en ciencias políticas no son, por el hecho de ostentar esos grados académicos, los mejor dotados para gobernar. Al menos no lo han sido hasta ahora, porque una cosa es la sabiduría en materia de doctrinas políticas y sistemas de gobierno, y otra bien distinta es el arte de dirigir a una sociedad sin que sus componentes se destruyan unos a los otros en aras de intereses contradictorios y en ocasiones inconciliables. Ese arte se adquiere a través de la experiencia. No es un saber infuso ni se asume en las aulas o las bibliotecas.
¿Qué es más importante para aliviar los graves problemas de este enorme y complejo conglomerado humano en perpetuo conflicto social? ¿El gobierno o la administración? Si revisamos los programas y propuestas de los candidatos parecería que, salvo el problema de la inseguridad pública que participa de ambas vertientes, su oferta predominante ha estado concentrada en el mejoramiento de los servicios públicos y, por tanto, en la administración y no en el gobierno. Lo curioso es que ni Carlos Castillo Peraza ni Cuauhtémoc Cárdenas son administradores sino políticos, y el único que tiene experiencia en los dos grandes troncos del ejercicio del poder es Alfredo del Mazo, además de ser su especialidad académica la administración pública. El candidato del PAN nunca ha desempeñado cargos gubernamentales ni administrativos; y el del PRD ha dedicado a ser candidato en campaña más años de su vida de los que fue servidor público en funciones. Son hechos que debieran preocuparnos.
No son pocos los comentarios periodísticos que comparan la elección de Jefe de Gobierno con la muy descriptiva rifa del tigre, pues nadie que viva o haya vivido en el DF puede ignorar las incontables y extremas dificultades que afrontará quien resulte electo. Si el tigre destroza y termina por devorar a su dueño, esta ciudad sobrepoblada y pletórica de necesidades insatisfechas desgasta a los más recios y desintegra hasta los más sólidos prestigios.
Lo inquietante es dar otro giro a la metáfora e imaginar que puedan ser los habitantes del Distrito Federal los que tengan el boleto premiado, y que el tigre sea un gobernante inexperto o mal dotado para las funciones de gobernar y administrar. Si aun los más aptos (Uruchurtu y Corona del Rosal, para mencionar a los indiscutibles) dejaron pendientes problemas que, al paso del tiempo, se han reactivado y crecido en magnitudes casi incontrolables, ¿qué futuro espera a más de ocho millones de seres humanos cuyos mínimos de bienestar quedasen expuestos a decisiones dictadas por inspiración divina o por deformaciones adquiridas en las barricadas de la agitación social?
El razonamiento que alguno de los candidatos hacía en sus actos de campaña parece válido: la democracia no puede ni debe subordinarse al prejuicio de la falta de experiencia, porque entonces ésta nunca podría adquirirse sino en las filas de un solo partido. No obstante, aun en escenarios teóricos lo aconsejable sería que el inexperto dejara de serlo, primero, frente a retos que implicasen un menor grado de dificultad; o que los principales partidos se organizaran con mayor racionalidad para abrir las oportunidades a quienes muestren una trayectoria ascendente, y no permitir que las monopolicen quienes ya las tuvieron y toparon con su propio nivel de incompetencia.
Como oferta electoral, la tesis del cambio puede ser más atrayente que las expectativas que nacen de la continuidad institucional. Pero una vez asumido el poder, los cambios sólo para hacer ostensible el sello partidista o personal, y no para corregir errores o insuficiencias del pasado, son una tentación ominosa. Los tigres de la oposición se alimentan de esa carne manida aunque en apariencia suculenta: los cambios por cambiar y no para mejorar. Las víctimas suelen ser los gobernados.