AUTOPISTA


Cuando el martes
es domingo


La noticia política más previsible del México moderno nos tomó por sorpresa. La muerte del líder sindical Fidel Velázquez, a los 97 años, fue uno de esos sucesos que de tan anunciados parece que no van ocurrir. Varias generaciones de mexicanos se acostumbraron a esa figura inamovible, oculta tras sus lentes oscuros, la máscara que disparaba aforismos como una Coatlicue convertida al priísmo: ``Se hizo el 100% de lo que se pudo''; ``La política es como la fotografía: el que se mueve no sale''. Símbolo de la corrupción y el autoritarismo del sistema político mexicano, Velázquez controló el movimiento obrero y se postuló como líder eterno. En uno de sus cumpleaños vio una pancarta que decía ``Ojalá viva cien años''. Su respuesta fue: ``¿Por qué me limitan?''

En sus conferencias de los lunes, Fidel Velázquez parecía hablar desde el más allá y, en un sesgo de humor involuntario, los noticieros de televisión subtitulaban sus declaraciones. En La Jornada, Magú dibujaba espléndidos cartones en los que las arrugas de Fidel ocupaban incluso el mantel de su mesa de conferencias. Mito de la gerontocracia, Néstor del sindicalismo, padre de todos los decanos, Ur-Führer Fidel Velázquez jamás creyó en relevo alguno y su presencia arraigó en el imaginario popular a tal grado que los chistes dejaron de concentrarse en su vejez para destacar su inmortalidad. De sobra está decir que su muerte sumió al país en un caos periodístico. A fin de cuentas estábamos ante el primer domingo del siglo en el que no existía Fidel Velázquez (si se descuentan sus primeros meses de bebé).

Como todas las rotativas, la de La Jornada puede imprimir un número limitado de páginas. Entre esquelas y reportajes especiales, el periódico se abultó en tal forma que los suplementos Histerietas y La Jornada Semanal no cupieron en la edición del domingo. Por este motivo, Histerietas salió el lunes y La Jornada Semanal el martes.

Las agitadas maniobras del cierre de edición impidieron que el domingo se anunciara que no íbamos a aparecer. Esto sumió a numerosos lectores en una confusión que ya no podemos reparar. Sólo nos queda agradecer la solidaridad y las muestras de preocupación de quienes han hablado o escrito a esta redacción. Hemos recibido testimonios de gente que pensó que su ejemplar estaba defectuoso y buscó el suplemento en varios puestos. Un lector tomó un camión en Zapata, Morelos, para comprar La Jornada en Tepoztlán. En el camino de regreso, abrió el diario y vio que no tenía suplemento. Volvió a hacer el viaje a Tepoztlán sólo para enterarse de que los demás ejemplares tampoco tenían suplemento.

Lamentamos profundamente el desconcierto y, como pálido consuelo, prometemos que Fidel Velázquez no volverá a morir.

El dedo de oro

A fines del año pasado, Guillermo Sheridan publicó en Editorial Alfaguara la novela El dedo de oro, cuyo protagonista es un Líder Nato de Hombres muy parecido a Fidel Velázquez. Discípulo de Rabelais, Sheridan escribió una trama que no aspira a otra verosimilitud que la de sus propios excesos. El escenario de la novela es una utopía degradada, un futuro mexicano que ya transcurrió (¡y de manera espeluznante!). Sheridan no apela al verismo psicológico de la novela fantástica ni al racionalismo de la ciencia ficción; como Gargantúa y Pantraguel, El dedo de oro propone un pacto inicial con el lector: ``aquí todo es posible y esto es cierto porque yo lo narro''. Quien acepte la invitación pasará a un frenético carnaval del humor escatológico y de la parodia política. Sheridan no pone trabas a su imaginación y su novela se alimenta golosamente de recursos de libretista de ópera o guionista de comic. ``En la ópera, lo único verosímil es que alguien cante'', escribió Auden; este principio también se aplica al temple narrativo de Sheridan: no hay otra verdad que las palabras de sus protagonistas.

La paradoja de esta narración es que brinda un espejo convexo de la realidad. Pocas visiones del apocalipisis mexicano parecen tan ``auténticas'' como la desmedida novela de Guillermo Sheridan. Entre otros detalles, hay que señalar que el personaje, que a la manera de Godzilla o Robocop muere y resucita varias veces, sufre uno de sus fallecimientos en 1997. Una vez más, la realidad ha imitado al arte.

En los tiempos por venir, cuando ya nadie recuerde el nombre del jerarca sindical, la novela de Guillermo Sheridan seguirá comunicando sus frescas y gozosas desmesuras.

CONFIGURACIONES

Hugo Hiriart

¿Cuántas mesas caben en la cabeza de un alfiler?

El estudiante que empieza a leer a Leibniz tropieza de inmediato con algunos atascaderos. Una de esas dificultades es ésta: el mundo está constituido de mónadas, entes metafísicos cuya adición compone todo lo que existe. Ahora, la mónada tiene que ser simple, es decir, no compuesta de partes (porque si no, no serían las mónadas sino las partes de la mónada los constituyentes del mundo). Dado que son simples, las mónadas tienen que ser inmateriales, puesto que, según Leibniz, la materia es infinitamente divisible. Por esta concepción, Leibniz niega la teoría atómica: el átomo sustantivo y constituyente de la realidad es imposible porque por pequeño que sea puede dividirse y volver a dividirse ad infinitum. Entonces todo, aun la materia, está compuesto de mónadas simples, que, puesto que son simples, no son ni pueden ser materiales. Las mónadas, por ser simples, son, pues, inextensas.

Y entonces le aparece al estudiante el siguiente problema: ¿cómo el agregado o suma de lo inextenso forma la materia, que es extensa? Miles de millones de mónadas inmateriales no pueden constituir ni siquiera la cabeza de un alfiler, no hay manera de que sumando lo inextenso se dé lo extenso. Y entonces el estudiante empieza a sufrir intentando imaginar una situación en la que la aglomeración de lo inmaterial pueda formar algo tan rotundamente material y extenso como el hueso de la pata de un pingüino.

En ese momento el estudiante está en el doliente y sagrado ``no entiendo'' que es el padre de todas las maravillas intelectuales y que prepara el goce del insight o comprensión más o menos brusca, goce intenso que paga con creces todo el desvelo y dolor del periodo anterior. Porque, todo investigador lo sabe, para subir al cielo de la comprensión hay que bajar primero al infierno del ``no entiendo''. Pero el placer del insight (literalmente ``ver por dentro'') es incomparable y causa adicción.

El estudiante no tiene más remedio que seguir leyendo y avanzar en Leibniz con la espina del ``no entiendo'' clavada, si no en el corazón, sí en el cerebro. Y la cuestión vuelve y vuelve: ¿cómo la suma de lo inextenso constituye lo extenso? Pero, puesto así, el problema no tiene solución. Hay que meter la mano en el pastel y buscar por otro lado, a grandes males, grandes remedios. Necesitamos, como en los problemas de geometría, trazar una línea imaginaria que nos saque del embotellamiento mental. ¿Cómo? Así: aceptemos que no es posible crear lo extenso sumando lo inextenso. ¿Qué perdemos? La extensión.

Y ya estamos, Leibniz está negando la extensión, es decir, la realidad del espacio. El espacio no existe objetivamente, es condición de mi percepción e imaginación del mundo, pero nada más.

Descartes había declarado que el atributo principal del mundo material es la extensión, cuando dividió lo existente en cosa pensante y cosa extensa. Pero Leibniz tiene un argumento contra esa caracterización: el vacío también tiene extensión, por lo tanto no puedo usar este atributo para distinguir o caracterizar los cuerpos. Con él no puedo distinguir un cuerpo del mero vacío, dado que el concepto es aplicable a las dos cosas que quiero distinguir.

El espacio es ilusorio: no es que esté ahí afuera de nosotros y nosotros situemos en él las cosas, como comunmente se cree. Sino es nada más operativo, relacional, distancia entre A y B. Podemos situar cosas, A abajo de B, por ejemplo, pero eso no pasa de nuestra manera de situar. Hay la situación, no el lugar donde se sitúa. Es decir, si no situamos nada, no hay espacio. Para intuir esto, imagina un espacio enteramente vacío, ¿qué podría ser eso si no hay ahí ninguna referencia, sin nada que esté lejos o cerca, ni arriba o abajo? Ese extraño e inconsistente vacío, dice Leibniz, no existe. El espacio aparece sólo por nuestra necesidad de situar. Lo que caracteriza las cosas materiales no es la extensión, sino la impenetrabilidad. Si tú piensas que la impenetrabilidad presupone la extensión, es decir, el espacio, es porque tú al imaginar tienes que situar en términos espaciales, pero esas son limitaciones de tu imaginación, no de la realidad.

Con lo que resulta que el universo entero cabe en un punto. Y ese universo es real, pero tú no puede imaginarlo, sólo concebirlo y aceptarlo con la razón que Dios te ha dado. ¿No te parece fascinante un punto elemental y sin dimensión donde pulula como si nada todo lo que existe?

Bertrand Russel escribió: ``el objeto de la filosofía es comenzar con algo tan simple que parezca que no vale la pena enunciarlo y finalizar con algo tan paradójico que nadie lo crea''.

¿Verdad que sí?




Naief Yehya


Las razones de los zombies

El pasado 27 de abril de este año se publicó en este suplemento ``La conspiración de los zombies'', un apasionado alegato del estupendo escritor çlvaro Mutis en contra de los ``inventos destinados a borrar en él [el hombre] hasta el último rasgo de humanidad''. El temor de Mutis por supuesto que tiene fundamentos: la tecnología (desde las contestadoras teléfonicas hasta el telescopio Hubbel) transforma radicalmente nuestras vidas y nuestra concepción del universo. Mutis escribe acerca del ``más grave atentado, el más brutal y eficaz en contra de la condición humana que conmovía a Malraux'', pero el autor de La mansión de Araucaima no se refiere a la guerra de Bosnia ni al reciente genocidio de Ruanda ni a la destrucción sistemática de Grozny, sino a nuestra relación con los medios electrónicos de comunicación. Me pregunto qué pensaría acerca de este atentado el estoico ruso Katow, quien en la Condición humana de Malraux, renuncia a su dosis de arsénico poco antes de ser lanzado a la caldera de un tren por las tropas de Chang-Kai Shek. Entiendo que al maestro Mutis le parezcan repelentes los medios electrónicos, pero en lo personal me gustaría que me explicara ¿por qué son una fábrica de zombies y cómo exactamente alimentan estos medios a esa fiera que duerme en el hombre? Dudo que los tutsis y los serbios hayan pasado muchas horas conectados en línea o frente a sus monitores antes de salir a cometer atrocidades. Lo que preocupa es que Mutis se une indirectamente a los movimientos censores que tienen en la mira al ciberespacio y lanza la misma acusación (y con un tono apocalíptico semejante) que hacen grupos de ultraderecha, iglesias fundamentalistas y varios movimientos ludditas (que tienen a su mejor representante en el tristemente célebre Unabomber). Millones de niños y adolescentes del mundo entero no tienen acceso a la informática y no obstante tienen el mismo aire de ``robots ausentes'' que angustia al autor de La nieve del almirante; quizás ésta sea simplemente otra manifestación del malaise finisecular.

Problemas con la lengua

Curiosamente, la parte menos iracunda del texto de Mutis es aquella que se refiere a la forma en que el español está cambiando en la era de la informática. De hecho, nos sugiere que ``no nos inquietemos por la suerte de nuestra lengua''. No cabe duda que la entrada en nuestro idioma de palabras como bíper, fax, webpage o laptop es inevitable e incluso hasta puede considerarse enriquecedora. No obstante, una cosa es que el español absorba, como lo ha hecho tantas veces en el pasado, términos, construcciones y voces extranjeras, y otra muy diferente es que termine por asimilarse al spanglish, esa monstruosa jerigonza que como apunta el profesor de Yale Roberto González Echeverría, en un reciente editorial en New York Times, es una capitulación política. Este dialecto se genera principalmente en las comunidades hispanas de Estados Unidos y si bien muchos lo consideran un elemento de identidad y unidad, en realidad no hace otra cosa que marginar a sus hablantes, tanto del resto de los hispanos como de los angloparlantes. El spanglish es en general la lengua de los hispanos pobres, y a veces iletrados, tanto en español como en inglés, pero también es utilizado por otros hispanos educados, quienes creen que es elegante y funcional usar palabras, frases y traducciones literales del inglés. Estos últimos son los principales usuarios del ciberespanglish. Una página dedicada a esta lengua es:

http://www.actlab.utexas.edu/~seagull/spanglist.html).

Varios glosarios

El problema es que la tecnología prolifera mucho más rápido que las traducciones técnicas, además de que en nombre de la eficiencia se renuncia a muchos términos correctos en favor de formas híbridas como printear (imprimir), cotanpaistear (cortar y pegar) y clickear (apachurrar el botón), entre otras. Varios glosarios de términos de Internet en español pueden obtenerse en las siguientes páginas:

http://wwli.com/translation/netglos/glossary/spanish.html
http://www.ati.es/PUBLICACIONES/novatica/glointv2.html
http://www.arrakis.es/~aikido/interdic/
http://www.notam.uio.no/~hcholm/altlang/ht/Spanish.html
http://www.geocities.com/Athens/2693/glosario.html

Máquinas traductoras

El hecho de que dos empresas gigantes como Microsoft y Apple no sean capaces de ponerse de acuerdo en una forma estándar de traducir al español los términos de sus menús, comandos y demás, nos habla de la magnitud del problema. También basta ver lo complicados que pueden ser algunos softwares traducidos al español. Pero si las traducciones se ven torpes en las computadoras, las traducciones que hacen las computadoras suelen verse peor. Los programas de traducción (como PC-Translator, Systran y Power Translator) que comienzan a proliferar y en muchas ocasiones a reemplazar el trabajo de traductores humanos, en su estado actual representan una verdadera amenaza contra cualquier idioma, ya que no sólo producen aterradoras parodias de otras lenguas sino que crean la ilusión de veracidad e infalibilidad que suelen dar las computadoras a casi todo lo que tocan.

Naief Yehya

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