Hermann Bellinghausen
Siempre que hay fantasmas

``Los marcianos llegaron ya y llegaron bailando cha-cha-chá''.

El aire de la ciudad está cargado de sus viejos fantasmas, y muchos nuevos (aunque ya eran viejos) que se han agregado, y cada quien se encuentra con los suyos, es decir, sus fantasmas, sin fallar. Basta verles la cara a todos en la calle. Los ojos grandes, espabilados, que delatan por igual al insomne y al que durmió como rey, o reina. Los fantasmas traen ocupados a los individuos por acá.

Se habla de sobrecupo. Las autoridades se muestran preocupadas. Bastante esfuerzo implica gobernabilizar a los de carne y hueso, para además afrontar el creciente flujo (término demográfico) de fantasmas. Pero éste es un típico problema de papel, como los que le gustan a la burocracia para justificar sus nóminas y su existencia misma. El ``creciente flujo'' fantasmal no plantea problemas de espacio, y eso resulta tan obvio que hasta ofende tener que explicarlo.

Aún se desconocen las causas del fenómeno. La más cómoda teoría causal es milenarista, con derivaciones tan elásticas que aguantan exorbitantes gurús, supersticiones cibernéticas que traen la mera nética, materialismo histórico acoplado, macroeconomía y microhistoria. Los creyentes han descubierto en Dios una preocupante falta de sentido del humor, que los hace más vulnerables a las bromas de los no creyentes. Esto cimbra el piso, induce cismas; crea, en fin, más confusión.

A quien no le resucita un gato le toca las sienes las manos frías y huesudas de una tía abuela, o lo visita el ánima del antiguo habitante del suelo donde vive. Por las calles de Moneda y Brasil pululan aztecas muertos, como escapados de un cartón de Jis y Trino. Las familias de la Unidad Plateros ya se acostumbraron a los espectros de La Castañeda, el primer manicomio del siglo XX, que estuvo en esas mismas lomas.

La política no fue una actividad muy activa en el espíritu mayoritario (término vagamente demográfico) de esta ciudad. Soportó estoica la Decena Trágica, la batalla de Chapultepec y el 2 de octubre, y se acomodó a Maximiliano y Victoriano Huerta, a Madero y a Lázaro Cárdenas. Y luego se dejó pastorear, se dejó enajenar y una y otra vez, casi cómplice, se dejó engañar.

Esta concatenación produjo efectos sarcásticos pero no una cultura apta para el aprovechamiento productivo de los fantasmas. Persistían en el ámbito folclórico: leyendas de la Colonia, historias de espantos, revistas sensacionalistas. Pero nada digno de tomarse en serio en los discursos, ni en las escuelas de todo grado, las crujías, las centrales sindicales y los templos.

Sólo el terremoto del 85 llevó a los capitalinos vivos a pensar un poco más seriamente en los fantasmas, pero el resultado terminó siendo ideológico, sentimental y pronasolero. Además, la mera catástrofe incrementó bruscamente el número de desaparecidos.

Toda esta larga introducción para ubicar lo que le pasa a Rubén. Ahora tiene que apechugar con la existencia, casi coexistencia, de Silvia, la anterior inquilina de su departamento en la San Rafael, a la vuelta de la calle entonces llamada Artes. Acabó por averiguar el nombre y algunos datos, pocos, porque los vecinos evitan hablar mucho rato de ella, más que nada por cariño o reverencia: ``La maestra''. Trabajó en la SEP.

Empezó por moverle las cosas de lugar. Quedó claro que la decoración de Rubén no le gustaba a Silvia, y eso que él tiene un gusto pasable, y no es más pobretón de lo que pudo ser ella. Mal que bien era una dama de otros tiempos, una viuda alegre, una mujer ``emancipada'', como se decía antes.

Luego ya le removía muebles, buscando seguramente una carta extraviada. Todos los fantasmas son iguales. Rubén no quería creer, atribuía el desquiciamiento objetual a las visitas, a un gato, a su mala memoria.

Hasta que un día, la semana pasada, la sintió. Digo, a Silvia. Y lo que es más, la oyó: La fantasma se animó a hablar. Por esas percepciones que luego tiene uno, Rubén supo esa noche que Silvia estaba cerca de al puerta del baño, acurrucada cómodamente, decidida a comunicarse.

Pidió que la adoptara, que le ayudara en ese trance. Ella vivió aquí tantos años que, ahora que visitaba otra vez la ``Tierra de Afuera'', se sentía insegura lejos de los ámbitos familiares. ``Han cambiado tanto las calles'', dijo. A Rubén le parecía que no tanto, pero en fin.

Le dijo que ``allá'', la presión de los ``viejos'' por ``regresar'' era muy grande y había provocado una diáspora de ``espíritus''. Que por eso la ciudad se había infestado de chocarrería. Que ella, por ella, no hubiera regresado, a qué, nomás a suspirar y dar lástima. Que para no aburrirse la sacara en secreto (un secreto de ellos dos) a pasear, como al perro.

Que debía esperar la convocatoria. Andaría por allí. Prometió no volverle a cambiar las cosas de lugar. Que pronto los convocarían a una asamblea de fantasmas, parece que en el Auditorio Nacional, pero como ahora es privado lo necesitan alquilar. Los fantasmas antes pertenecían al sector público --como casi todo-- y no están acostumbrados a los nuevos modos.

Dicho sea de paso, existen dudas sobre qué efectos tendría dicha asamblea en la psicología capitalina. Demasiados presentes simultáneos que ya todos dan por pasados, reunidos con fines todavía oscuros, ¿no producirán un shock de memoria?

Basta ver a Rubén. La intervención de Silvia desequilibró sus planes. Si fuera el único, la explicación psiquiátrica funcionaría sin queja. Pero así están todos, digo, muchos, en esta ciudad.

Las autoridades insisten en la necesidad de reglamentar la fantasmagoría. Pretenden que uno vaya a registrar su o sus, ya se habla de acaparamiento, fantasmas, para expedirles licencia.

Se anunció que bajo ningún motivo se concederán residencias definitivas, ante el temor de que alteren el orden público, dada la inquietud que han provocado en la ciudadanía.

Se supone que Silvia, y todos los fantasmas de la reciente invasión, permanecerán por aquí una corta temporada, en lo que pasa la obligatoria reunión. Al que no vaya, le retirarán la pensión. La ambigüedad en el plazo tranquiliza los mercados financieros (tan nerviosos en materia de fantasmas), lo mismo que a las burocracias nuevas y viejas.

Pero Rubén es un mugre sentimental. Ya se encariñó con ``la maestra'' y vive con anticipada nostalgia, contando los días que faltan para que la platicadora Silvia regrese ``allá''.

Porque cuando la temporada y los fantasmas se vayan otra vez de la ciudad, ya nada volverá a ser igual. ¿Qué tiene de raro? Nunca nada ha vuelto a ser igual.