En aquella noche el virrey marqués de Croix reunió en palacio, en México, a una junta extraordinaria y secreta. Leyó un pliego que se encontraba bajo tres sobres, cada cual con su sello. El primero llevaba su nombre, el segundo decía: ``Pena de la vida no abriréis este pliego hasta el 24
de junio a la caída de la tarde''; el tercero era el real decreto de Carlos III, firmado desde el 27 de febrero, ordenando la expulsión inmediata de los jesuitas de todo su imperio: las autoridades de la Nueva España tenían que arrestarlos antes de las 24 horas y remitirlos como prisioneros al puerto de Vera Cruz. Allí serían embarcados en buques destinados al efecto ``sin permitir que se lleven otra cosa que sus libros de rezo y la ropa absolutamente indispensable para la travesía. Si después del embarque quedase en este distrito un solo jesuita, aunque fuese enfermo o moribundo, seréis castigado con la pena de muerte. Yo el Rey''.
La operación fue realizada en todo México, en el secreto más absoluto y con un éxito digno de la mejor policía política del Estado más moderno. En todas partes los funcionarios abrieron los tres sobres. No solamente en México, sino en toda América, Filipinas, Africa, España e Italia. Más de 5 mil jesuitas fueron arrestados, de los cuales 2 mil 600 en América y 678 en la sola provincia mexicana. De estos últimos, más de 500 eran mexicanos. Sólo dos volvieron a ver su patria. Dieron a la vela en Vera Cruz el 24 de octubre: ``Adiós México, adiós padre, parientes, adiós hermanos y amigos, adiós tierra feliz que no tuvimos la dicha nos cubrieras después de muertos, ya que nos diste la vida'', exclamó el P. López de Priego. Había nacido en Puebla en 1730. Murió en Bolonia, Italia, en 1802.
De los 678, 101 perecieron en el viaje, desde sus remotas misiones de la Tarahumara, del Yaqui, del Gran Nayar hasta Veracruz. Así, de los 53 que salieron de Sonora y Sinaloa, 21, agotados por la marcha entre San Blas y Guadalajara, murieron en camino o en los largos ocho meses que duró su cárcel en Guaymas (la temporada no permitió navegar enseguida hacia San Blas).
La reacción del pueblo fue espontánea y violenta: al grito de ``¡Viva el Rey de los cielos y muera el Rey de España!'' manifestaciones, tumultos, motines para impedir la salida de los padres: San Luis Potosí, San Luis de la Paz, Guanajuato, Pátzcuaro. Los jesuitas calmaron a las multitudes enardecidas y predicaron la resignación. Luego llegó el siniestro visitador general José de Gálvez, cabeza de la operación, con lujo de fuerza a castigar a los ``rebeldes''. Por todas partes levantó horcas y condenó a muerte o a presidio perpetuo en Vera Cruz y La Habana, lo que era una horca lenta. Se vanaglorió después: ``En toda esta campaña que duró más de cuatro meses, concurrieron 5 mil hombres armados, se gastaron 60 mil pesos, se condenaron a presidio 664 y 110 a destierro, sin incluir a las familias de los ajusticiados''.
Es cuando el virrey pronunció esas palabras ``admirables'': ``De una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España que nacieron para callar y obedecer, y no para discutir ni opinar en los altos asuntos del gobierno''. La ciudad de Guanajuato, que había sido tercamente unánime en su resistencia a dejar salir a los jesuitas, fue duramente castigada y duró varios años bajo ocupación militar. Se les temía a sus numerosos mineros y no se podía permitir una ``huelga'' en la producción de la estratégica plata. El joven Miguel Hidalgo presenció y sufrió el arresto y deportación de sus queridos profesores. El 16 de septiembre de 1810 y el levantamiento multitudinario y terrible de Guanajuato, a los pocos días, fueron como la venganza póstuma de aquellos jesuitas.
El ``gran monarca'' no se dignó nunca a explicar el porqué de la medida, sino las ``causas gravísimas, urgentes, justas y necesarias''. Su Majestad las ``reservo en mi Real ánimo''. Todos los colegios, los mejores del país, cerrados de un plumazo, todas las misiones, desde Paraguay hasta California, devastadas y repartidas entre los codiciosos mineros y hacendados que no aguantaban la defensa que hacía la Compañía de Jesús de los indios. Tengo documentadas las ganas enojadas de los mineros de Durango, Jalisco y Zacatecas contra los jesuitas del Gran Nayar, que no les permitían abusar de la mano de obra cora. Documentada también la ruina de esas misiones después de 1767. Madrid acabó con una corporacón poderosa, próspera, útil, cuyos sacerdores, admirados y queridos, formaban la élite cultural de América. Basta hojear la lista de los exiliados cuyas obras siguen siendo libros de cabecera de los antropólogos, historiadores, literatos: Alegre, Abad, Cavo, Clavijero, Ortega, Pfefferkorn.
¿Por qué? El rey siguió el ejemplo portugués y francés y los tres monarcas obligaron al papa a disolver la Compañía en 1773. Ironía de la historia, perseguidos por los Estados católicos, los jesuitas fueron invitados por Prusia y Rusia a poner su talento al servicio de Federico II y Catalina la Grande, los amigos de Voltaire, los enemigos del catolicismo. Obedecieron a la expulsión y a la disolución. Cuando el papa, para salvar a la Compañía ofreció cambiar sus estatutos, el padre general contestó: ``Sint ut sunt, aut non sint'' (en latín), o sea ``Que sean como son, o que no sean''. Por cierto, entre el sinfín de crímenes que se les achacaban a los jesuitas, figuraba su teología política ``sediciosa, subversiva, revolucionaria''.