Todos estos aspectos estaban entremezclados en los tiempos en que se comenzó a forjar la historia de la gastronomía. Esta surge cuando hombres y mujeres descubren el poder del fuego para transformar los productos, tornando lo incomible en comestible. Pero del fuego nace también la alquimia, con el afán de vivir con riqueza y salud. En muchas culturas se buscaba el elixir de la juventud, con la ayuda de la magia que mezclaba porciones de luna en menguante o en creciente con azufres de distintas clases y colores.
En las casas, para que un enfermo recobrara la salud se llamaba tanto al médico como al cocinero o a un personaje que tenía ambas características. Así surgen los brebajes más raros: elixires, bálsamos, electuarios, antídotos, tónicos y pociones mágicas.
Todo esto ha sido estudiado a profundidad por José Luis Curiel, ingeniero químico y cocinero de excelencia, quien lo platica en un interesante ensayo con el que ingresó a la Academia Hispanoamericana de Ciencias, Artes y Letras. Pero el investigador no se queda en la academia, y lleva sus vastos conocimientos a la práctica en el Claustro de Sor Juana, en donde creó la carrera de Gastronomía, única licenciatura del tema en nuestro país.
El programa académico incluye materias como: humanismo, ética, arte y comida, filosofía, paleografía, fenomenología de la comida, además de las clásicas: grasas, asados y salsas calientes, sopas, dulces mexicanos, bocadillos, servicio de mesa y etiqueta, etcétera.
De esta manera los estudiantes salen con una preparación tanto culinaria como humanística, amén de estar formados para manejar un negocio gastronómico con productividad, pues también estudian contabilidad y finanzas, planeación y control de los procesos productivos y administración.
Esta rica teoría se complementa con muchas horas de práctica en las enormes y modernas cocinas, que se acondicionaron en una parte nueva del antiguo convento de San Jerónimo, en donde vivió y murió la extraordinaria Sor Juana Inés de la Cruz, quien además de sus múltiples talentos literarios y filosóficos, poseía el don de la cocina, del que dejó un fascinante recetario.
Cabe recordar un dicho de Sor Juana, que nos hace pensar que cocinar era para ella una fuente de inspiración: ``Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir que viendo estas cosillas, si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito''. No hay que olvidar que en ese siglo XVII no había una cocina colectiva en los conventos, cada monja tenía en su celda --que solían ser como casitas-- su propia estufa y servidumbre.
No es difícil pensar que la competencia entre las religiosas dio origen a muchos de los platillos suculentos que les dieron fama a las distintas instituciones religiosas, varios de los cuales seguimos disfrutando en la actualidad. El afamado cronista decimonónico Antonio García Cubas, nos platica las especialidades de cada convento. Regina Coelli: panecitos de Santa Teresa; Jesús María: dulces de pasta de almendra; San Jerónimo: el calabazate; en la Encarnación hacían refrescos de aloja, de chicha y la mejor miel rosada, y las de Santa Clara eran célebres por sus conservas y cajetas.
Es muy comentada entre los gastrónomos la anécdota de la monja llamada Inés de la Purificación, del convento de Santa Catalina de Siena, que inventó un pipián de almendras tan suculento que fue enviado como regalo al Papa Inocencio XI, en el año de 1676, quien quedó tan complacido, que después de comerlo exclamó: Beati indiani qui manducat pipiani.
Se dice que las construcciones conservan el espíritu de los que las habitaron, y en el caso del Claustro de Sor Juana, en lo que se refiere a la gastronomía parece ser cierto, pues entre los 180 alumnos que asisten a la carrera que nació apenas hace cuatro años, parece haber una pasión por la materia, que se constata en las suculencias que preparan como parte de sus estudios.
Existe el proyecto de abrir en ese lugar un restaurante-escuela, pero en tanto eso sucede se pueden probar, de ya, algunos platillos deliciosos de la cocina tradicional mexicana, preparados con rigor en El Hotentote (Las Cruces 40, en el corazón de La Merced), asesorado por Curiel. Como mencionamos en crónica anterior, hay la mejor cecina, traída directamente de Morelos, acompañada de queso fresquísimo de Tlaxcala y tamal de elote; los postres, ya se sabe, los que preparaban las abuelas: capirotada, arroz con leche, requesón con miel de piloncillo y flan casero.
Por cierto, acaba de salir a la venta el último número de Artes de México, esa estupenda revista creada por Alberto Ruy Sánchez y Margarita Orellana, dedicado precisamente a ``los espacios de la cocina mexicana''.