Miles de franceses rindieron ayer en Notre Dame un homenaje de Estado al comandante Jacques Cousteau, muerto a los 87 años. En su responso, el cardenal Lustinger, arzobispo de París, dijo que el explorador fallecido que descubrió para el mundo el universo submarino ``fue un poeta que nos ayudó a mirar una parte inaccesible de la realidad''. En la misa estuvieron también presentes el abad Pierre, cruzado contra la pobreza, el cuerpo diplomático acreditado en la capital francesa, ¡ah!, y el presidente Chirac, quien hace un par de años ordenó, para dolor de cabeza del oceanógrafo fallecido, la realización de un gran Hiroshima para peces en el atolón de Mururoa.
A Cousteau se le criticó mucho, y tal vez con alguna razón, el haber convertido sus expediciones submarinas en una de las empresas más boyantes del mundo del video.
Además de Cousteau, Isaac Asimov y Carl Sagan --ya los tres están muertos-- incorporaron a la ciencia a la industria del entretenimiento. Pero ese maridaje acaso no esté del todo mal, si se piensa en lo glorioso que resulta compartir la teoría de la formación de los agujeros negros, las hipótesis sobre la herencia genética de los reptiles en nuestras actitudes básicas o la anatomía de los peces de las profundidades con un contador de El Cairo, una ama de casa de Santiago de Chile, o un vendedor de seguros del Distrito Federal.
Ironías de la historieta en que se ha convertido la historia: la caja idiota de los años sesenta sigue siendo hoy una sembradora incansable de mediocridad y chabacanería, pero también se ha vuelto una responsable principalísima de difundir en forma masiva eso que llaman cultura general y que, en su vertiente de arrecifes coralinos y peces abisales, debemos a Cousteau.
Cuando la superficie de la Luna quedó fuera del alcance de nuestras pantallas chicas debido a los recortes presupuestales en la NASA, Cousteau ofreció los fondos marinos como un nuevo territorio real, pero cargado de resonancias oníricas, para cientos de millones de mortales, un sitio al que podemos asomarnos sólo por la ventana de los videocasetes, un espacio de fuga para olvidar los pisotones en el microbús y un entorno propicio para achicar conflictos conyugales frente a la luz tenue de la tele.
Fue el Homero de su propio Odiseo, o al revés; a su manera, entonces, fue un rapsoda, un poeta de masas. Si sus universos húmedos y oscuros no son producto de la imaginación, merecerían serlo. No basta con que los remotísimos ancestros de los cuadrúpedos existan y pululen en la extensión oculta de la superficie terrestre: hace falta un juglar que recorra esos fondos y tienda, entre ellos y nosotros un puente de imágenes y palabras. Por eso, Cousteau fue un poeta del mar, antes que un pescador de perlas o un vendedor de videos, y ahora que ha fallecido un buen epitafio para él podría ser el texto en el que su compatriota mediterráneo Paul Valéry plasmó la asociación genial del mar y de la muerte: El cementerio marino.