El juez de Oklahoma que prohibió el alquiler de la película ``El tambor de hojalata'', basada en la novela de Gunther Grass no entendió, seguramente, qué estaba prohibiendo. Según el dictamen judicial el filme incluye la ``obscenidad'' del sexo oral de un niño con una niña. Falso. La niña ya era una señorita apetecible y el niño era un niño-viejo. Es decir, un adulto. La historia de Grass cuenta, en realidad, la vida de Oskar Matzerath, niño que se negaba a crecer y a hablar en tanto simultáneamente, maduraba.
Incomunicado del entorno familiar Oskar tocaba todo el día su tambor. Si lo violentaban, emitía un grito que en derredor rompía los tímpanos y los cristales. Sólo pudo crecer el día que murió su padre, en cuya fosa arrojó con desprecio el tambor. Hasta entonces había aprendido con ojos de microcirujano el pueril arte de la crueldad. No le resultó difícil. Bastó imitar a los adultos para darle la razón a Perogrullo: ``árbol que crece torcido jamás se endereza''.
A principios de la década, Unicef-Ecuador profundizó en los pormenores de historias como la de Grass. Los expertos diseñaron una encuesta en la que suponían que los niños iban a priorizar necesidades tales como salud, recreación y alimentación. No fue así: la mayoría de las tildes exigían el cese de la violencia padecida. Por orden de importancia, los niños señalaron a los responsables del abuso y el maltrato; padres, policías y maestros. O sea: los pilares del modelo civilizatorio.
Años después, en un congreso, los niños del país andino definieron sus propuestas y necesidades. Los candidatos presidenciales fueron invitados a dialogar con ellos y a firmar la declaración ``Niños: prioridad nacional''. Ningún político asistió. Todos tenían compromisos ``previa o últimamente adquiridos''. Enojados, los niños enviaron cartas a los políticos: ``Señores candidatos: esto somos para ustedes, un punto, casi nada...''.
Entre los padres y los políticos, la causa de los niños y las niñas rompe los corazones y desgarra las vestiduras. Pero en la familia los niños no opinan. Y en la sociedad no votan. Tal es la situación que anhela revertir la Convención sobre los Derechos del Niño (Nueva York, 1990), que funde dos movimientos gemelos en favor de la infancia: el uno se basa en los ``derechos''; el otro, en las ``necesidades''. Por lo que no es casual que las niñas y los niños sin garantías de sus derechos sean los mismos que tienen sus necesidades insatisfechas.
El próximo 6 de julio las niñas y los niños mexicanos concurrirán a las urnas. Su voto, emitido en casillas especiales, no será a favor de uno u otro candidato sino en defensa de sus derechos que, sin duda, son indiscutibles. Pero conviene recordar que estos derechos fueron concebidos por adultos. ¿Y los niños? Quizá opinen (como los adultos en relación a los suyos) que unos derechos expresan mejor que otros su ``realidad-real''. ¿Es posible saberlo a priori, desde la perspectiva del adulto bienintencionado? Una visión sesgada del compromiso cívico de la infancia puede sonar desconcertante. ¿Pero quiénes sino los más chicos para decir si nuestro sentido común tiene mucho o poco sentido? Se trata de formar un ser comunicado y comunicable, en diálogo armonioso con el adulto. O lo que es igual: liberado de la toca frenética del tambor para ser escuchado.