En días recientes, los signos de renovada actividad del volcán Popocatépetl han causado preocupación entre los habitantes de regiones de Puebla, Morelos, estado de México y Distrito Federal. El hecho constituye un recordatorio de que habitamos un entorno natural hermoso y pródigo, pero no exento de riesgos. Los más graves de ellos, en caso de una erupción o un fenómeno volcánico mayor, corresponden sin duda a las poblaciones situadas en las faldas del volcán y a las ciudades inmediatas ubicadas en Puebla y Morelos. En el caso del Distrito Federal, los peligros parecen ser reducidos, y se relacionan básicamente con la posibilidad de que una masiva precipitación de cenizas azolvara el sistema de drenaje de la ciudad y ocurrieran, en consecuencia, inundaciones de gran magnitud.
En su estadio actual, la ciencia y la tecnología no pueden anticipar con precisión, controlar, y mucho menos evitar, acontecimientos geológicos como el de una eventual eclosión de Don Gregorio, como se llama al Popocatépetl en los poblados aledaños. Esta constatación no debe, sin embargo, llevarnos a actitudes fatalistas o irresponsables. La sociedad y el gobierno tienen, además de la obligación, la capacidad suficiente para organizar procedimientos de emergencia orientados a evitar la pérdida de vidas humanas y a reducir los daños materiales en caso de que la actividad del volcán entrara a una fase de mayor intensidad.
Ciertamente, esta perspectiva requiere de la realización de grandes esfuerzos de comunicación, coordinación, planificación, educación y cooperación que involucran a los habitantes de las zonas de riesgo, a sus autoridades municipales, a la población capitalina y mexiquense, a cuatro gobiernos estatales y al poder federal, así como a la comunidad científica que trabaja en una mejor comprensión de los posibles comportamientos del coloso.
No debe desconocerse lo mucho que se ha avanzado en este sentido, pero ningún esfuerzo adicional será excesivo si se orienta a preservar la vida y, en la medida de lo posible, los bienes de las personas que residen en las áreas de mayor riesgo. A este respecto, el recuerdo vergonzoso de la incapacidad y parálisis gubernamental tras los sismos que devastaron la ciudad de México y otras poblaciones en 1985 debiera constituir un estímulo para, en la circunstancia presente, no escatimar acciones destinadas a evitar una tragedia.
Finalmente, cabe esperar que la serenidad social no se vea afectada por manifestaciones acaso aparatosas, pero relativamente inocuas, de la actividad volcánica, como la lluvia de cenizas que se abatió anteayer sobre extensas zonas del Distrito Federal y sus alrededores. En este momento, la atención ciudadana debe estar centrada, fundamentalmente, en la importante jornada cívica que tendrá lugar el próximo domingo.