Octavio Rodríguez Araujo
Elecciones en estado de sitio

En 1994 se formó un Tribunal Electoral del Pueblo de Chiapas para analizar los resultados de las elecciones estatales en esa entidad, particularmente en los municipios de la llamada zona de conflicto (Los Altos y La Selva).

Un conjunto de datos que nos llegó a quienes fungimos como magistrados de ese tribunal indicaba que en poblaciones donde había ganado --oficialmente-- el PRI, las comunidades expresaban por escrito lo contrario: que habían votado por el PRD, cuyo candidato a gobernador era Amado Avendaño. En ese tribunal no pudimos demostrar quién había triunfado como gobernador, pero sí pudimos concluir que las elecciones habían sido insuficientemente aseadas y libres como para declararlas legales y válidas.

La situación que priva en estos momentos en Chiapas, como también en Guerrero y en otros estados donde la militarización se ha extendido, es peor en muchos sentidos a la que existía en 1994. Ahora no sólo está el Ejército Nacional como amenaza intimidatoria (por más que se acuartele el día de las elecciones, como ha ofrecido el jefe de la región militar), sino que hay conflictos muy serios de inseguridad en la vasta zona de Los Altos y de la Selva, además de ``caprichitos'' de líderes locales y supuestas o reales tradiciones que impiden integrar las casillas electorales como establece la ley.

La presencia del Ejército Nacional en zonas civiles tiene una explicación que no quiere reconocer el gobierno zedillista: no hay, en donde está, una institucionalización suficiente que lo hiciera innecesario, ni grados de estabilidad legal que permitan suponer que la situación es normal. Independientemente de los pretextos esgrimidos por el gobierno federal, las fuerzas armadas oficiales, tanto en campos militares inexistentes antes del 9 de febrero de 1995, como en forma de retenes o en patrullas móviles propias de un país en estado de sitio, significan una situación de anormalidad en la que las garantías individuales y los derechos consagrados en la Constitución están suprimidos de facto.

¿Cómo podría hablarse, entonces, de elecciones libres en estas circunstancias? Elecciones libres sólo pueden llevarse a cabo donde la población ciudadana es libre: libre para transitar en territorio nacional sin ser molestada en sus personas y pertenencias; libre para hacer propaganda en favor de tal o cual partido; libre para vivir en donde quiera; libre para muchas cosas --dentro de la ley-- que ahora están restringidas por soldados y policías judiciales locales y federales y por guardias blancas, con la impunidad propia de quienes se saben protegidos por el poder.

Es una vergüenza nacional (o debiera serlo) que en las zonas de clase media y burguesas del país, donde la gente está informada y sabe expresarse en la lógica y con el lenguaje de quienes tienen el poder económico y político, no haya atropellos militares y policiacos como los existentes en las zonas de pobres y paupérrimos. Y es una vergüenza no porque en las zonas de ricos debiera haber estado de sitio, sino porque éste se dé en las zonas de pobres sin que protesten los ricos, los que sí saben expresarse y tienen los medios para influir en la opinión pública. La vergüenza a la que me refiero es que quienes somos libres, en lo que cabe, aceptemos que otros no lo sean por el único delito de ser pobres y a veces ignorantes de sus derechos y de las formas de expresión que entienden los poderosos.

En las zonas donde hay militares y policías en acciones intimidatorias contra la población civil, no hay libertades. Y si no hay libertades, las elecciones no serán libres ni apegadas a derecho. Esta es una realidad constatable, y no debería de existir. ¿Qué hará el ciudadanizado IFE al respecto, además de diagnósticos --por buenos que éstos sean?.