Ante la sucesión de huelgas de la Policía Militar, de los agentes carcelarios, de la policía civil, de la caminera y de los bomberos en Brasil, organizadas por los sargentos, cabos y soldados de estos cuerpos, resulta imposible evitar un recuerdo y, simultáneamente, una fuerte aprensión.
En efecto, en 1935 se sublevaron los suboficiales y muchos soldados (después vino la dictadura del Estado Novo varguista) y, en 1964, nuevamente se sublevaron los suboficiales del ejército y los soldados y suboficiales de la Infantería de Marina (incluso con su jefe, el almirante Cándido Arago a la cabeza) y estalló el golpe militar contra el presidente Joo Goulart, que impuso una larga dictadura en nombre del ``orden y de la estabilidad''. En ambos movimientos predominó en su momento el sentido gremial reivindicativo, pero asociado a la rabia por las diferencias de condiciones de vida respecto a los oficiales y a los sectores dominantes, combinación que llevó a una especie de huelga armada sui generis, a mitad de camino entre un pedido de reformas y la decisión de emprender el rumbo de la revolución. El hecho de que la protesta de esos trabajadores armados vaya más allá de las leyes, pero se quede más acá de un proyecto alternativo capaz de encontrar un vasto apoyo popular, puede dar márgenes para toda clase de hechos lamentables o incluso a provocaciones que favorecerían los que, desde hace rato, quieren nuevamente ``Orden, Patria y Familia'', como los dictadores y las derechas de toda la historia brasileña.
Este movimiento de los policías y otros cuerpos uniformados no militarizados es contemporáneo, en efecto, de las exigencias de los terratenientes para imponer su ley incluso con sus propios cuerpos armados, por la fuerza, y con la firme decisión de los campesinos sin tierra de conseguir fuentes de trabajo ocupando áreas improductivas y de los sin techo de ocupar las casas necesarias, enfrentamientos duros de intereses que han dejado y dejan un creciente número de muertos en los conflictos sociales, mientras los sindicatos y los universitarios también se radicalizan.
Por consiguiente, la decisión de militarizar a los policías huelguistas para eliminar su peculiar movimiento sindical, lejos de calmar a aquéllos, los reprime y exacerba, les cierra el camino de la negociación dentro de los márgenes legales o semilegales y, a la vez, amenaza a la población civil con un retorno al pasado o con la imposición de una disciplina castrense a un sector particular de los trabajadores, para después quizás utilizarlos como fuerza coherente contra la protesta de la sociedad civil.
Es importante, al respecto, el hecho de que la Iglesia católica, una buena parte de la cual se opuso a la dictadura, advierta desde hace rato contra lo inadmisible y lo peligroso de la escalada en la represión de la que forma parte, ahora, la militarización de las diversas policías.
Habría que destacar y condenar, por último, que las políticas que buscan sólo los resultados macroeconómicos sin preocuparse por los efectos sociales que aquéllos pudieran tener, reducen cada vez más los márgenes democráticos en diversos países y tienen, como ultima ratio, la militarización o la utilización del ejército en tareas policiales, como sucede con la gendarmería y el ejército argentino o en los casos, entre otros, de los carabineros chilenos, de Venezuela o de Colombia. En lugar de militarizar las estructuras del Estado habría que quitarles explosividad a los conflictos, reducir las desigualdades y abrir un camino al desarrollo. Esa es la única vía para la paz y no la que podría conducir a las dictaduras, con la paz de sus cementerios.