Hermann Bellinghausen
El año que sabía

Allende la calle corre junio, mientras en la casa
de los príncipes se acomoda el invierno.

Boris Pilniak: El año desnudo

Era. Lo raro fue que la ceniza la trajo el agua. Una tarde, a la mera mitad del año. Estaba por pardear. Chispeaba y todo empezó a ensuciarse, a santo de nada. El suelo, granuloso; la piel raspaba; los parabrisas parecían mujeres que lloran y se les escurre el rimel, gris, amorfo, ilícito.

De inmediato se hizo público, por todos los medios, ya que son los fines los que importan, que la arenisca era abrasiva, y eso era de tomarse en cuenta. No había que manotearle ni trapacear la ceniza en las carrocerías.

La superficie le saltó resbalosa al volcán, pero lo que tenía inquietas eran las entrañas. Lodo que el fuego escupe sobre la ciudad. Cenicientas las ventanas, la carátula de los zapatos, los barandales y escalones, todo.

El verano transcurría despacio. Llovía como si se reservara fines más enérgicos.

Era de correr a pasos cortos, mirar de reojo, procurarse callado. Era lo normal (que nada fuera normal).

Trémulo el estrato subterráneo. Algunos pulsos impávidos también. Era la era de entonces, cuando se temía que la ceniza pudiera salir incandescente como al Vesubio en Pompeya, como al propio Popocatépetl hace mil cien años.

Todos los Jacintos

``Desde que me dejaron morir, mi ser está libre, nada me amenaza ya''. La plegaria de Jacinto tiene un ritornello estrangular. La lleva consigo a la milpa y a las reuniones, le ayuda para los caminos, para no dejarse sobresaltar por los espantapájaros uniformados que les persiguen sus alas a todos los Jacintos, esas emplumaciones que heredan de cuando los reyes y presidentes dejaron caer en los fondos de la derrota a los abuelos de los abuelos, y muchos en un mismo lugar.

``Que se queden sus pirámides y las hagan circo. De piedra muerta están. De piedra rota de humillación. Es cosa de ellos si cobran por entrar. Nuestras pirámides son los montes, no los hicimos, sobre de ellos empezamos, porque eran de antes, aquí seguimos''.

No es proclive a compartir su filosofar. Los llama ``pensamientos'' porque no sabe que existió Pascal. Rumia ideas un poco iconoclastas en el trance de sus obligaciones con la comunidad, y en el deambular solitario que lo lleva a la milpa estas mañanas que la va a cuidar y acompañar, acariciarle el agua mezquina, quitarle rastrojos, ahuyentar zanates, pisarle entre los surcos el corazón negro a la difícil tierra.

El país de las cajas

En ese entonces el país, nación o patria se dividía en dos partes: el campo y la ciudad, subdivididas a su vez en numerosos campos y bastantes ciudades, un tiradero de cajas chinas a medio abrir, conteniéndose sucesivamente unas a otras.

El tiempo estaba cansado de sí mismo, y rompía diques, subterfugios y nuncas-antes. Para unos esperanza, para otros amenaza, duda; para todos un misterio, una lenta revolución.

Desde el interior del bosque apenas se distinguen unos pocos árboles. Desde las calles la casa de enfrente tapa toda la ciudad. (Continuará