En 1988, el músico checo Frantisek Louka (Zdenek Sverak), quincuagenario, solterón, pierde su trabajo en la Filarmónica por una supuesta disidencia política y se ve condenado a tocar su cello en funerales y en actos oficiales. Esa jubilación forzada es una variante de las prácticas de segregación y marginación impuestas en regímenes del socialismo real a quienes se apartan de la ortodoxia imperante. Bajo apremios financieros, Louka acepta un matrimonio blanco, por conveniencia, con Nadeza (Irina Livanova), una rusa en busca de papeles de residencia en Checoslovaquia. Una vez realizada la boda, la joven emigra a Alemania y deja en Praga a su hijo Kolya, de cinco años.
Kolya es el cuarto largometraje del realizador checo Jan Sverak (La escuela primaria, 91; El viaje, 94; Accumulator 1, 95), y su primer éxito comercial, premiado también este año con el Oscar a la mejor película extranjera. El aspecto más interesante de la cinta de Sverak es la yuxtaposición de una épica intimista y una gesta social. Por un lado, Kolya es la historia de una complicidad afectiva entre un hombre maduro y un niño a partir de una vulnerabilidad compartida, y por el otro, la alusión continua al ocaso del socialismo real checo y al advenimiento de la democracia. El cellista Louka, socialmente disminuido, consigue fraternizar con un Kolya casi huérfano, lastimado sentimentalmente. Los personajes se comunican a señas; el niño no habla una palabra de chec, y Louka entiende del ruso sólo unas cuantas expresiones, a menudo origen de confusiones humorísticas. La cinta muestra el contraste entre el encariñamiento de Louka por el niño ruso y el rechazo de los invasores por la inmensa mayoría de los ciudadanos checos. Los soldados soviéticos, fuerza de ocupación, no aparecen sin embargo como villanos, sino como víctimas del mismo sistema totalitario. En las imágenes de archivo de la invasión de Checoslovaquia en 1968, se les ve atónitos, un tanto temerosos, frente a la gente que rabiosamente les recrimina su acción represora. Sverak captura este rostro inerme y lo reproduce en la atmósfera que reina en el país 20 años después. En los periódicos se menciona la palabra perestroika, y de Alemania llegan poco después las noticias del éxodo a Occidente y la inminencia de la caída del muro de Berlín. El acierto de Sverak es narrar esos acontecimientos a través de una historia hasta cierto punto convencional, de desenlace tan emotivo como previsible, hacer que todo suene justo y convincente, y que la sobriedad estilística presida cada una de las escenas, hasta la imagen final en la que el niño traza en la ventanilla de un avión signos enigmáticos, que acaso simbolicen las promesas de un cambio social.
En Kolya hay, por supuesto, una alegoría política; el acta de defunción de una larga temporada autoritaria y los balbuceos de la democracia nueva. Louka es, en más de un aspecto, el prototipo del ciudadano ordinario acosado por el miedo, pero deseoso de hacer perdurar un optimismo empecinado, cuyas expresiones más elocuentes son el espíritu juguetón y el frenesí seductor tardío. Louka, el fauno hedonista, el eterno adolescente, se resiste a caer en la desesperanza y en el proceso de mediocretización que el régimen exige de él a manera de máxima sanción social. A lado de Kolya, el músico empieza un aprendizaje nuevo y asume responsabilidades inéditas.
Aprendizaje de un involucramiento afectivo sostenido y asunción de una conciencia social. El niño oficia esa ceremonia íntima, y es él quien conduce al personaje maduro por ese intenso itinerario iniciático, como la niña en Alicia en las ciudades, de Wim Wenders, o los personajes infantiles de Nikita Mijalkov en Quemados por el sol y Anna. La imagen de Louka como cellista en funerales, frente a mausoleos, es también emblema de la decadencia de un sistema político y de su muerte próxima. Ambos participan en 1992 en la plaza Wenceslao de Praga en la fiesta de la democracia, confundidos en la multitud y en un mar de banderas nacionales. Esta fábula del niño y el hombre maduro reunidos providencialmente, y de la liberación nacional que sella la alianza íntima, no es tan sentimental como la desea un público hollywoodense ni tan inocua como puede parecer a primera vista. Posee la complejidad, el humor, el misterio, la fuerza y la emoción de la misma transición democrática que le sirve de telón de fondo