Miguel Covián Pérez
El día del ciudadano
Día de elecciones. Las doctrinas políticas explican el significado profundo de la realización periódica de comicios en los sistemas democráticos: el pueblo recoge los mandatos, otorgados por tiempo limitado en todos los casos, y vuelve a conferirlos. Los ciudadanos asumen, por un día, el ejercicio directo del poder de decisión. Optan entre varias candidaturas y eligen a una sola persona para cada cargo. Cada ciudadano es dueño de su propia decisión, autónoma e individualizada; pero el electorado es una pluralidad de voluntades jurídicamente iguales entre sí, aunque diversas en cuanto a su contenido. De ahí la necesidad de que sea la mayoría de las voluntades expresadas en un solo sentido, la que determine quién de los candidatos recibe el mandato.
Mientras la suma de voluntades integradoras de una mayoría subsistió como única fuente de poder, los ciudadanos que habían votado de manera distinta quedaban situados al margen del otorgamiento del mandato. Se asumía la ficción jurídica de que el mandatario también los representaba, pero en la realidad su calidad de mandantes quedaba en el vacío. El factor cuantitativo había anulado la voluntad expresada por una porción significativa de los votantes. Para subsanar esta implicación, surgieron los sistemas mixtos de representación simultánea de mayorías y minorías, por ejemplo, el previsto en nuestro país para la composición de la Cámara de Diputados. Es obvio que cuando se trata de cargos ejecutivos unipersonales, sólo puede operar el sistema de mayorías.
En México, el Presidente de la República, los gobernadores de los estados y, a partir de ahora, el jefe de gobierno del Distrito Federal, son electos por mayoría relativa. No se requiere que el mandato sea otorgado necesariamente por la mitad más uno de los electores que ejercieron válidamente su derecho, sino solamente un número de votos mayor que el obtenido por cualquier otro de los demás participantes elegibles.
La fecha establecida para la celebración de elecciones es el día del ciudadano, porque cada uno de los que tenemos esa calidad legal recuperamos nuestra función preeminente en una sociedad democrática.
Mientras el resto del tiempo somos gobernados, es decir, dirigidos por la voluntad de otros, en este día volvemos a ser mandantes, porque ordenamos que sea una persona escogida entre varias la que en lo futuro deberá dirigirnos. Por supuesto, para que nuestra voluntad tenga eficacia, debe coincidir con la expresada por la mayoría de un conjunto de ciudadanos jurídicamente iguales a nosotros.
Hoy votaremos por diversos candidatos que habrán de formar parte de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal o de las cámaras de diputados o de senadores del Congreso de la Unión. Nuestro voto determinará la composición de esos cuerpos legislativos donde están representadas las mayorías y las minorías, estas últimas de manera proporcional al número de sufragios obtenidos por cada partido político.
Por primera vez desde la fundación de la Repúbica en 1824, votaremos también por candidatos a jefe de gobierno del Distrito Federal. Nunca antes fuimos mandantes que decidieran a quién se debía conferir la responsabilidad de dirigir los asuntos públicos en la ciudad más importante de todo el país. Aunque se ha abusado del calificativo, este es en verdad un hecho histórico que debe hacernos reflexionar seriamente acerca de las cualidades y los defectos de la persona que merezca ser elegida.
Concluyo con una breve referencia filosófica dedicada a quien resulte electo como primer jefe de gobierno. En escritos que datan del siglo VI aC, Lao Tse nos enseña que los gobernantes a quienes su aparente superioridad confunde, comienzan por ser adulados, luego son temidos y terminan por ser despreciados. Tiempo atrás, los más prudentes y sabios eran reconocidos porque el poder no los ensoberbecía y actuaban de modo que, mientras todo progresaba gracias a su administración, su pueblo estaba convencido de haber alcanzado esos logros por sí mismo.
En este día del ciudadano, lo ideal sería que el pueblo votara por alguien que no sea vulnerable a la adulación ni proclive a infundir temor, sino que posea una recóndita vocación por la modestia, sin menoscabo de sus capacidades de gobierno. El reconocimiento o el desprecio de sus gobernados serán, finalmente, su premio o su castigo.