La Jornada domingo 6 de julio de 1997

Eduardo Galeano
El espejo

Cuando empezó el campeonato mundial de los juveniles, mi vecino torció la boca: ``Con tanta Asia que hay, nos tenía que tocar la Malasia''. Cuando Uruguay triunfó sobre Ghana y llegó a la final, mi vecino sospechó: ``¿No aprovechará el gobierno para meternos algún aumento?'' En la final ganó Argentina, y yo esperaba que él dijera: ``Perdimos como siempre'', pero en cambio dijo: ``Jugamos como nunca''. Y lo dijo con soles en la cara.

En las calles de Montevideo, la derrota se festejó con vuelo de banderas. A pesar del resultado, las calles fueron una fiesta. Al fin y al cabo, cualquiera de los dos pudo ganar ese partido limpio y parejo, y los uruguayos estamos agradecidos a estos muchachos que en los últimos tiempos nos han devuelto el futbol lindo, el que disfruta la pelota: ese futbol que el seleccionado mayor nos niega. Cuando Uruguay iba ganando, ellos no se refugiaron en el área chica ni recurrieron al vicio nacional del pase atrás y el pelotazo a donde salga y que Dios se ocupe: siguieron atacando sin perder la alegría del riesgo ni el placer de jugar. Y cuando íbamos perdiendo no se arrugaron, y hasta el último segundo buscaron con ganas el gol del empate, que no se dio. Huérfanos de apoyo oficial, pero desbordantes de entusiasmo, los muchachos nos han limpiado el espejo. Desde hace años, a los uruguayos nos resulta cada vez más deprimente reconocernos en el espejo opaco y sucio que nos devuelven las canchas.

De futbol somos

La final del sub-20 enfrentó a las dos orillas del Río de la Plata,una de las regiones más futbolizadas del mundo. El lenguaje, los decires de la vida cotidiana, revelan la condición futboldependiente de argentinos y uruguayos. Quien elude su responsabilidad o desvía la atención, tira la pelota afuera; para enfrentar una crisis, hay que parar la pelota o ponerse la pelota bajo el brazo; quien hace algo bien, mete un gol, y si lo hace muy bien, un golazo; un acto de deslealtad te patea de atrás; una buena respuesta es una buena atajada; quien está seguro de lo que hace es un dueño del área; juega en cancha embarrada quien enfrenta una situación en desventaja, y queda fuera de juego quien se descoloca en alguna circunstancia; quien actúa contra sus propios intereses, se hace un gol en contra; al marido infiel echado de su casa, la mujer le ha sacado tarjeta roja.

En el caso de Uruguay, hay que tener en cuenta que fue el futbol quien puso en el mapa del mundo, allá por los años 20, a este pequeño país que tiene una población total equivalente a la de un barrio de Buenos Aires o a la de un suburbio de la ciudad de México. Los uruguayos encontramos en el futbol un medio de proyección internacional y una certeza de identidad: aunque hoy día sobreviven con más vigor en la nostalgia que en la realidad, nos quedó la costumbre. El futbol sigue siendo una religión nacional, y cada domingo esperamos que nos ofrezca algún milagro. La memoria colectiva vive consagrada a las liturgias de Maracaná, el último campeonato mundial que Uruguay ganó, en 1950. Ya aquella hazaña está por cumplir medio siglo y la recordamos hasta el último detalle, como si fuera cosa de la semana pasada, y a su resurrección encomendamos nuestras almas.

El cuerpo y la sombra

Sin embargo, la verdad es que desde hace unos cuantos años nuestro futbol profesional se ha aburrido y se ha ensuciado, se ha desalmado, a medida que el país caía en una espiral de decadencia que ha abatido a la educación pública y ha reducido a la nada, o a la casi nada, a la educación física. Se han marchado al extranjero nuestros mejores jugadores y los niños tienen cada vez menos canchas y menos estímulos para jugar al futbol. Una industria de exportación, que vende piernas; cuando surge algún jugador que vale la pena, emigra a los países que pueden pagarlo, mientras los campeonatos locales, empobrecidos hasta la última miseria, languidecen en la mediocridad. Clubes en quiebra, tribunas vacías, una televisión que quiere futbol gratis y unos dirigentes que pretenden cosechar sin sembrar. La Selección Nacional se arma como quien cose una colcha de retazos, y los técnicos pagan el pato: en diez años, la celeste ha pasado por siete directores técnicos, mientras caíamos al lugar número 54 en la clasificación de la FIFA, y hoy por hoy no metemos un gol ni al combinado de paralíticos. Confundimos la garra charrúa con las patadas alevosas y después nos quejamos de que el mundo no nos quiere. Los inflamados locutores y el rugiente público que antes gritaban ¡métale, métale!, ahora gritan ¡mátelo, mátelo!: aplauden las trampas y dan manija a la violencia, que por impotencia castiga al juego lindo. Los turistas están atónitos y nosotros también: ¿qué tiene que ver este futbol con un pueblo tan cordial? Una cuestión de identidad. Triste anda el cuerpo que no se reconoce en la sombra que proyecta.

Los mundos del mundo

Mal no viene recordar los Juegos Olímpicos, 2 mil 500 años antes de la era de Juan Antonio Samaranch. En aquel entonces, cuando los atletas competían desnudos y sin ningún tatuaje publicitario en el cuerpo, la civilización griega formaba un mosaico de mil ciudades, cada cual con sus propias leyes y sus propios ejércitos. Los juegos que se celebraban en los estadios de Olimpia eran ceremonias religiosas de afirmación de la identidad nacional, una amalgama que juntaba a los dispersos y superaba sus contradicciones, una manera de decir: ``Nosotros somos griegos'', como si haciendo deporte recitaran los versos de La Ilíada o La Odisea, los poemas de la fundación nacional. Esta evocación no solamente paga tributo a las citas helénicas, que siempre quedan bien: yo creo que, salvando las distancias, no es ningún disparate suponer que el futbol cumple, en el mundo de nuestros días, una función parecida a la de aquellos juegos, en mayor medida que cualquier otro deporte.

La industrialización del futbol, que la tele ha convertido en el espectáculo de masas de mayor éxito, uniformiza los estilos de juego y borra sus perfiles propios; pero la diversidad, porfiadamente, milagosamente, sobrevive y asombra. El jugador alemán Netzer lo decía recientemente en una entrevista, hablando sobre el futbol europeo. Advertía Netzer que las reglas son las mismas para todos, pero cada pueblo se expresa a su manera y prefiere su propia manera de jugar: los alemanes aman la eficacia del sistema y los italianos el lucimiento técnico; los escandinavos practican el juego de equipo, todos para todos, y los españoles son más bien individualistas. Lo que Netzer dijo de Europa vale para el futbol latinoamericano y para todos los demás. ¿Acaso el futbol brasileño no es parte, y parte muy importante, de la música brasileña? Una huella digital colectiva. Quiérase o no, créase o no, el futbol sigue siendo una de las más poderosas expresiones de identidad cultural, de ésas que en plena era de la globalización obligatoria, nos recuerdan que lo mejor del mundo está en la cantidad de mundos que el mundo contiene.

Cada país es una cancha

Y no abundan, por cierto, los espacios donde pueden afirmar su identidad los países del sur, condenados a la imitación de los modos de vida que hoy por hoy se imponen, como modelos de consumo masivo, en escala universal. Desaparecida la industria nacional, olvidados los proyectos de desarrollo autónomo, desmantelado del Estado, abolidos los símbolos que encarnaban la soberanía, los suburbios del mundo tienen pocas oportunidades de ejercer el orgullo de existir y el derecho de ser. Quizás por eso el futbol ocupa un lugar tan importante en la realidad nuestra de carne y hueso, a veces el más importante de los lugares, aunque lo ignoren los ideólogos que aman a la humanidad pero desprecian a la gente. Lo prueban los hechos: pocas cosas ocurren, en América Latina, que no tengan alguna relación, directa o indirecta, con el futbol.

En abril de este año, el municipio de Montevideo ofreció 150 empleos para la recolección de basuras. Se presentaron 26 mil 748 jóvenes. Para recibir a semejante multitud, no hubo más remedio que realizar el sorteo de los puestos en el mayor estadio de futbol, el Centenario, donde Uruguay había ganado, en 1930, el primer campeonato del mundo. Un gentío de desempleados ocupó el escenario de aquella histórica alegría. El Centenario, símbolo de la felicidad nacional, se convirtió en albergue de la angustia colectiva. En vez de marcar goles, el tablero electrónico señalaba los números de los escasos jóvenes que encontraron trabajo. Y mientras eso ocurría en Montevideo, en Lima caían acribillados los guerrilleros que habían ocupado la embajada de Japón. Cuando los comandos irrumpieron, y en un relámpago ejecutaron su espectacular carnicería, los guerrilleros estaban jugando al futbol. El jefe, Néstor Cerpa Cartolini, murió vistiendo los colores del Alianza, el club de sus amores