Le decía, ``me siento como un gato que regresa a casa arañado, con cortos manojos de pelambre mojados, quejumbroso, cojo, como tú decías que te sentías al regresar a casa después de un viaje''. ``Yo nunca te dije eso -me contestó, riendo-; pero me gusta la metáfora''. ``Lo haya dicho quien lo haya dicho -seguí-, a mí también me gusta, y aunque hubiera sido yo quien lo dijo lo hago mío como si fuera de otro''. Porque, la verdad, ¿no se siente uno muchas veces como gato arañado, con un párpado cerrado y la columna vertebral adolorida en cualquier posición en que se encuentre? Y no necesariamente después de ningún viaje, habría que añadir, sino en días comunes y corrientes, un martes, digamos, sin viajes de por medio ni otro compromiso que el de llegar lo más sonriente posible al final del día, para sentir que mereces dejar caer la cabeza sobre la almohada.
Parece que Cyril Connolly era una persona muy divertida, aunque la profundidad de sus escritos a mí me hubiera hecho creer que se negaba a sí mismo merecer una buena dormida. Tenía amigos, sabía vivir bien y viajar a gusto, pegara o no su literatura en la apreciación de sus contemporáneos. Así que reía. Pero lo leo y me remueve todo. Señala cosas como ésta: ``Cuántos novelistas no hay que se enorgullecen de considerarse creativos, cuando lo que en realidad hacen no es sino colgar de manera mecánica ideas de segunda mano en títeres inanimados''. Lo dice en relación al viejo e inagotable tema de la creatividad, de si un crítico puede crear dentro de los límites de su territorio, o si sólo crea un narrador o un poeta dentro de los del suyo.
Connolly pasó más como crítico a la historia de la literatura que como narrador; a su novela le costó más trabajo acomodarse en el reconocimiento del público que a sus libros de crítica. Pero sus otros libros, de ensayos y de crítica, ¿no son creativos? ¿No reflejan y proyectan una mente original? Hable de lo que hable, produce nudos en la garganta. Llega tan hondo que resulta peligroso leerlo sin distraerse. Produce placer; lo lees y aprendes. ¿Cómo se atreve a ver lo que ve? ¿No le aterra el abismo del pensamiento de veras profundo? ¿O será que se pone en manos de Dios?
He aquí a un rey de Inglaterra que glosa a no sé quién: ``Dije al hombre de pie ante la entrada del año: `Dame luz para adentrarme a salvo en lo desconocido'. A lo que me contestó: `Penetra la oscuridad con tu mano en la mano de Dios. Eso hará las veces de la mejor luz y será más seguro que cualquier otra manera de enfrentar lo desconocido'...'' Pero un joven melancólico contrapuso: ``Yo lo haré de otra manera'', porque pertenecía a otra generación. Su generación, según Connolly, prefería ``la respuesta inducida mediante estímulos violentos como el cine, la radio, la prensa, que aquella que penetra la personalidad lentamente, como hace la gran literatura''.
Leerlo, hable de lo que hable, te empuja a leerlo, entiendas lo que entiendas. Pero luego pienso, no es bueno detenerse cuando sabes que entiendes y te detienes porque no puedes creer que hayas leído lo que leíste. No se trata de entender, sino de ver que ya lo dijo Connolly, lo vio y fue capaz de expresarlo, cosa que constituye el meollo del peligro. Entonces, ¿me detengo? ``La literatura es la más grande de las artes, pues con sólo acomodar letras sobre una página nos conmueve hasta las lágrimas''.
No sé de quién es el breve poema que cita en latín para fundamentar su afirmación, pero las tres traducciones que hace de él se te agolpan en el pecho y prefieres no entender bien qué significan, en qué se diferencian, cuál de las tres es la más precisa. Te basta una ojeada a la palabra ceniza, presente en las tres, para no atreverte a releerlas y entender. El poeta de hace 2 mil años que creó el poema lo entendía. No es todo. Connolly da peso a lo que piensa. Sostiene que conocemos más a Montaigne, porque se expresa en palabras, que a Mozart, que se expresó con música. ``El vehículo supremo del pensamiento'', la literatura, versus la música, que es el de la emoción. ``Encontrar en qué es única y qué es lo que hace mejor'' la literatura, propone Connolly.
Adolescente, encontré que el título La tumba sin sosiego cancelaba la perspectiva del descanso en paz. ¿Leer a un autor que te abre con semejante violencia los ojos? Unas páginas de vez en cuando, no más. ¿Es creador? ¿No es creador si irrumpe con semejante luz en tu inconciencia? Suya, o de Virgilio, la frase pasa a formar parte de tus pesadillas. Luego regreso, como gato, con arañazos, cojeando, a la vida diaria. Hice un viaje difícil. No recorrí todas las salas del museo sin sosiego. Me detuve, no tanto para entender como para meditar. ¿Es creador quien acomoda las letras sobre la página de modo que digan Enemigos de la promesa? ¿Cuáles son esos enemigos?, preguntas.
La promesa es la estrella que te pegó el maestro en la frente cuando supiste la respuesta. Imaginaste que el pegol detrás del lado plateado de la estrella sabía a timbre postal. Cuando no sabes la respuesta, arrugas la frente y oyes un timbre, de alarma.