La Jornada 6 de julio de 1997

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Cenizas

Felicidades, Angeles Mastretta

-Me gustaría decirte lo contrario, pero la verdad no sé si te entiendo-. Derrotada por su confesión, Aída se levanta y se dirige a la ventana. Antes de cerrarla saca la mano: -¿Hasta cuándo seguirá lloviendo ceniza?

-Quién sabe --responde Olivia.

Aída sigue mirando la calle a través del vidrio turbio. Olivia abre su bolso y nerviosa revuelve en su interior. Antes de que su cuñada la interrogue se apresura a explicarle:

-Busco mis llaves. Siempre las pierdo-. Su expresión se ilumina cuando palpa los trozos de metal unidos por un listón rojo. -Si supieras la cantidad de veces que Eduardo me regañó por perderlas... Bueno, me reprendía por cualquier cosa que yo hubiera hecho o dejado de hacer sin su consentimiento. Llegué a pensar que sólo muriéndome iba a darle gusto.

Aída vuelve al sillón donde está Olivia junto al impermeable transparente que, tendido sobre el respaldo, semeja un fantasma.

-Creo que estás exagerando. A veces...

-Hablas igualito que él-. Para restar a sus palabras el tono de reproche, Olivia sonríe: -No te lo reclamo. Yo en tu caso haría lo mismo. Después de todo Eduardo es tu hermano.

-No lo dije para disculparlo sino para hacerte reflexionar. Piénsalo. Llevan juntos muchos años.

-¿Muchos? ¡Demasiados!

-¿Y por qué nunca dijiste nada? -Aída aparta el impermeable y se sienta junto a Olivia-. Ni siquiera cuando te pregunté cómo iban las cosas entre ustedes. De haber dicho algo no sólo yo, sino todos en la familia te hubiéramos ayudado. ¿Por qué te callaste?

-Por miedo.

-Pero ¿de qué, quieres decirme?

-De todo --Olivia cierra los ojos, aprieta los puños y murmura la lección aprendida:- ``Si me dejas, no creas que voy a mantener a tus hijos.'' ``Tú sola no podrás educarlos.'' ``Se morirán de hambre.'' ``Sin mí no eres nada, absolutamente nada.'' ``Así como eres, ¿quién va a quererte?'' Si alguien te repitiera eso durante años y años, ¿no acabarías también llena de miedo?

Aída seca la lágrima que humedece la mejilla de Olivia: -No llores, mejor habla.

-La primera vez que me di cuenta de que estaba llena de temor se me ocurrió una locura. ¡Esa sí fue una locura! --Olivia levanta el brazo izquierdo y lo observa-: ¿Sabes qué hice? Me piqué con un alfiler. ¡Zas, zas, zas! Me extrañó ver gotitas de sangre y no de miedo. Todavía me circula por las venas. Sé que tendré que batallar mucho para que no me ahogue.

-Por Dios Santo, pero cómo pudiste...

-Ay, tú también piensas que estoy loca--. Aída se levanta con brusquedad, su bolsa de mano cae y aparecen dispersas en el suelo monedas, un tubo labial, un paquete de pañuelos desechables y las llaves atadas con un listón rojo. Olivia las toma, como si temiera que alguien pudiera arrebatárselas-. Eduardo decía lo mismo siempre que le hablaba de mis inquietudes, de mis preocupaciones y hasta de la pérdida de mis llaves: ``¿No te digo que estás loca?''

Aída se hinca junto a su cuñada, pero no se atreve a tocarla:

-Tienes que calmarte, Olivia.

-No lo haré. Esta vez, no. ¡No! ¿Me oyes? -grita Olivia agitando en el aire los puños cerrados. Después del desahogo respira hondo y habla mordiendo las palabras-: Antes lo hacía porque era una orden de Eduardo: ``Ya cálmate, pareces loca''. Suficiente para que yo quedara muda.

-¿Y sabes qué me daba él a cambio? Cositas: mi estufa, la compostura de la tele, una ida al cine con los niños...

-Tus hijos ya están grandes. ¿Has pensado en lo que dirán...?

-No mucho, la verdad. Ellos tampoco han pensado en mí-. Repentinamente serena, Olivia termina de meter en su bolsa los objetos dispersos. -Me visitan muy poco. Dicen que no tienen tiempo. La única que ha sido sincera es Leti: ``No voy porque me da coraje ver cómo te trata mi papá''.

-Y si veía esas cosas ¿por qué no intervino? ¿Por qué no le dijo a su padre: ``Oye, no me parece bien...''

-Porque le supliqué no hacerlo y para compensarla le regalé cositas-. Olivia acaba por sentarse en el suelo, apoya en el regazo la bolsa que protege con sus manos cruzadas. -¿Te das cuenta de que corrompí a mi hija? Cuánto debe despreciarme.

-Pero ¿por qué?

-¿Por qué? Por cobarde, por servil, por haberme callado.

-No te culpes así. Tú misma acabas de decirme que el miedo te tenía paralizada.

-Y también la comodidad. Era más fácil dejar las cosas como estaban y seguir adelante que hacer otra cosa.

-Por ejemplo.

-Decir ``no'' --Olivia se pone de pie, va hacia el sillón y toma el impermeable transparente. Mientras se lo pone confiesa-: No pienses que quiero responsabilizar a Eduardo de nuestro fracaso. Soy tanto o más culpable que él por haberme callado.

-Lo hiciste por prudencia.

-Prudencia, comodidad, miedo. Fue todo junto. Nos cayó encima, como las cenizas del volcán-. Olivia mira hacia la ventana y cierra el único botón de su impermeable. -Está lloviendo de nuevo.

-Espérate, ¿adónde vas? -Aída se aproxima a su cuñada y al verla retroceder le aclara-: Cálmate, no creas que voy a detenerte si tú no quieres. Lo único que te pido es que reflexiones un poco más.

-¿Quieres más? Pero si reflexioné veintisiete años.

-Pero no hablaste nunca con Eduardo-. Aída percibe un cambio en la expresión de Olivia y concibe una esperanza: -Estoy segura de que si le explicas lo que has vivido junto a él, si le dices lo que deseas que cambie, él te oirá. Eduardo no es tonto, tampoco es malo. Estoy segura de que ni siquiera se imagina esto.

-No lo sé.

-Yo sí-. Aída coloca las manos sobre la mesa y se inclina hacia adelante para hablar. -Y te lo digo por mi propia experiencia: mira, siempre te vi tan serena, tan contenta...

-¿Tan sumisa? Detrás de la sumisión puede haber mucho miedo-. Olivia suelta una carcajada: -¿Me oíste? Uf, ¡qué frase! Es como de telenovela. Eduardo me sale con eso siempre que le reclamo algo, claro que a veces es mucho más duro y no sólo me dice que hablo como personaje de telenovela: como tonta, como loca, como enferma, como idiota. Ceniza, pura ceniza, lloviendo sobre mi miedo. ¿Por qué me miras así?

-¿Cómo? -Aída parpadea, desconcertada.

-Pues como si estuviera loca...

-Olivia, por Dios, deja eso; además, yo no soy mi hermano y si te dije que te calmaras no significa que hable o piense como él.

-A lo mejor ustedes tienen razón y estoy chiflada por querer cambiar las cosas a estas alturas. ¿Sabes cuántos años tengo?

-¡Cómo no! Somos casi de la misma edad-. Aída se interrumpe cuando suena el timbre del teléfono. -Seguro es Eduardo.

-Si es él, le dices que no estoy-. Olivia se frota las manos como siempre que es presa de la angustia. -Que no me has visto...

-No servirá de nada. Aprovecha que está asustado, o por lo menos así me lo imagino, y dile lo que sucede. Apúrale, contesta.

-Pero ¿cómo le digo...? Yo nunca...

-Suéltaselo todo de una vez, dará resultado: te lo juro-. Sin apartar los ojos de Olivia, Aída descuelga: -Bueno. ¿Eduardo? Me imaginé que eras tú. Sí, aquí está. Te la paso.

Olivia se acerca y temblando toma el auricular, pero no se lo pega al oído, de manera que también Aída escuche las palabras de Eduardo: -¿Quieres decirme qué demonios estás haciendo allí? ¿A qué horas saliste? ¿Por qué no me dejaste un recado? Imagínate que llego después de trabajar todo el día y me encuentro con que no estás. Respóndeme, loca: ¿a qué fuiste a casa de mi hermana?

Olivia intercambia una mirada con Aída, luego deposita el auricular sobre la mesa y mientras se dirige a la puerta sigue oyendo las palabras de Eduardo: -Se necesita ser una irresponsable o una imbécil para largarse de este modo. Contéstame, ¿qué también estás sorda?

Aída desconecta el teléfono y va hacia la ventana. Al abrirla se da cuenta de que en vez de ceniza cae una lluvia muy suave que hace brillar la calle y el impermeable transparente de Olivia.