La Jornada Semanal, 6 de julio de 1997


LA RELACION CON EUROPA

Juan José Bremer

Juan José Bremer dirigió con enorme consenso el INBA, fue Subsecretario de Cultura de la SEP, embajador en Suecia y la Unión Soviética; actualmente es embajador de México en Alemania. El 16 de abril de este año, participó en la Universidad de Bonn, en el ciclo de conferencias ``Latinoamérica hacia el siglo XXI''. Para Bremer, la relación con Europa involucra de manera central a la cultura. Publicamos su ponencia, una carta de navegación en la que propone acercar las dos orillas del Atlántico.



I. Los fundadores de la relación atlántica

Independientemente de contactos precursores, los fundamentos de la relación trasatlántica se establecen en el siglo XVI. De 1492 a 1521, de los cuatro viajes de Colón, los de Giovanni Caboto, los tres de Américo Vespucio, hasta el de circunnavegación de Fernando de Magallanes, corrió como reguero de pólvora la noticia del nuevo mundo. La tierra era redonda, América existía entre dos grandes océanos y compartía con Europa, limitándolo en su flanco oriental, el hasta entonces interminable mar Atlántico. Por esas fechas, Tomás Campanella escribió: ``nuestro tiempo tiene más historia en estos cien años que el mundo en los cuatro mil años anteriores''.

Las nuevas tierras dotadas de grandes riquezas naturales no estaban deshabitadas. En las extensas planicies y los bosques del norte, pueblos nómadas, guerreros y cazadores. En el centro y al sur, hacia la región andina, sociedades agrícolas y teocracias que habían alcanzado un alto grado de desarrollo cultural.

Con un pie en el Renacimiento y otro en la Edad Media, Europa adquiere conciencia de América y agrega a su primeraÊedad mediterránea una segunda, la de la gestación de una nueva civilización atlántica. En los comienzos de esta etapa, la doncella raptada por el toro se parece a veces al mismo Minotauro.

Descubrimiento, invención, encuentro, conquista, confrontación: Europa irrumpió violentamente en América con su parte clara y su parte oscura, desde la ambición del oro hasta sus utopías. Más allá de la proezas del individuo, era éste un acontecimiento inevitable. Las fuerzas que tejen y destejen la historia se desplazaban hacia esa dirección.

En pocos acontecimientos se ha hecho tan evidente que los juicios históricos son verdades de perspectiva. La notable discusión suscitada alrededor del V Centenario del primer viaje de Colón, nos permitió asomarnos a este complejo mundo de sentimientos y razonamientos encontrados. Mucho se ha escrito en favor y en contra. Como siempre sucede, la visión de los vencedores se ha abierto paso sobre la de los vencidos.

Para el propósito de este texto, me basta decir tan sólo que los principios de nuestra relación trasatlántica tienen una historia negra y una historia blanca. En la primera no puede dejar de mencionarse lo que algunos consideran la mayor crisis demográfica de la edad moderna. Todas las fuentes coinciden en que la población indígena de América decreció violentamente por la espada, el trabajo forzado y las enfermedades nuevas, a lo largo del siglo XVI. A las pérdidas humanas agreguemos las pérdidas en términos de civilización, la destrucción violenta de las antiguas culturas indígenas.

En el otro extremo está la defensa tenaz de fray Bartolomé de Las Casas y de muchos franciscanos y dominicos, de los indios de América. No puede tampoco dejar de mencionarse el espíritu de fundación. En El espejo enterrado, Carlos Fuentes recuerda que nunca, desde los tiempos de los romanos, desplegó nación alguna tan asombrosa energía como España lo hizo en la fundación del nuevo mundo, y refiriéndose tan sólo a México y Argentina, hace un impresionante recuento: ``Se funda Veracruz en 1519, Antequera (Oaxaca) y San Cristóbal Las Casas en 1521, Colima en 1522, Taxco en 1529, Culiacán en el Océano Pacífico en 1531, Puebla en 1535, Guadalajara en 1542 y Querétaro en los valles centrales en 1550. En Argentina el ritmo urbano es comparable: Santiago del Estero en 1553, Mendoza en 1561 y San Juan un año después, Tucumán en 1565, Córdoba en 1617 y Santa Fe en 1609, Salta, Corrientes, la Rioja y San Luis entre 1580 y el fin del siglo XVI.'' Aparecen, como una erupción violenta en la piel del nuevo continente, una miríada de ciudades, puertos, centros comerciales y mineros, puntos de avanzada para exploraciones ulteriores.

Civitas, civilización. Cada ciudad viene acompañada de un ordenamiento urbano, la Iglesia, las leyes y las instituciones coloniales. En 1538, se funda la primera universidad en tierras americanas, en Santo Domingo; en 1551 las de Lima y México; en 1613, 1624 y 1678 las de Córdoba en Argentina, Chiquisaca en Bolivia y la de Guatemala. A la espada sucedió la crisálida y el tejido de una nueva civilización impregnada por Europa en las tierras del nuevo mundo.

Si Colón tardó más de dos meses en llegar a las Antillas, la etapa de la historia que su periplo abra, transcurre a mucha mayor velocidad. Tras el Tratado de Tordesillas, en 1500, Portugal había hecho valer sus derechos sobre Brasil. Por su parte, holandeses e ingleses, que llegaron tarde a la colonización, se apresuraron a recoger sus beneficios. Desde época temprana los alemanes participaron, aunque discretamente, en la experiencia americana. Los banqueros Welzer de Augsburgo, cercanos con los Fugger a los designios del emperador Carlos V, financiaron expediciones y controlaban, para la explotación comercial, un muelle en el puerto de las Atarazanas, en Sevilla. En 1528, por intervención de su representante, Enrique Eihinger, 24 mineros alemanes de Joachimthal llegaron a Santo Domingo. El mismo Eihinger compró en 1523 la mayor parte de las especies traídas por la trágica expedición de Magallanes que terminara Sebastián Elcano.

En su historia de Europa, Norman Davies subraya que en esa época: ``El tráfico comercial internacional marítimo se multiplicó a pasos agigantados. Hacia el oriente, la ruta trasatlántica durante mucho tiempo fue dominada por España. Para el año 1600, 200 barcos entraron a Sevilla procedentes del nuevo mundo. En el pico de la década de 1591 a 1600, 19 millones de granos de oro y cerca de tres billones de granos de plata llegaron con ellos.'' Otras fuentes señalan que 750,000 libras de oro fueron enviadas de Hispanoamérica a España entre 1492 y 1600, de las que por lo menos el 10% pasó a ser propiedad de la Corona. Las fábulas medievales se habían confirmado: El Dorado lo constituían las minas, y la fuente de la eterna juventud, la épica y la aventura americanas.

El historiador Hugh Thomas sostiene que en el siglo XVI, alrededor de 110 mil españoles y portugueses llegaron a América. Expertos calculan que, en el siglo XVIII, un total de 40 millones de personas provenientes de toda Europa, incluyendo Rusia, emigraron hacia América del Norte y 4.5 millones hacia América Latina. Entre 1820 y 1899, 37.5 millones de personas emigraron a los Estados Unidos y cerca de 4 millones a América Latina.

Como una creciente marea, en flujos ininterrumpidos a lo largo de los siglos, millones de europeos, fugitivos de las guerras, de la inseguridad o de las crisis económicas, con espíritu aventurero o de empresa, encontraron su lugar en las nuevas tierras. Mientras que para unos América fue la esperanza o la segunda oportunidad, para otros representó lo contrario. Entre 1526 y 1870, 12 millones de africanos fueron traídos como esclavos a nuestro continente.

El XIX es el siglo de las luces y de las revoluciones liberales e independentistas de América Latina. Termina violenta, desordenada, confusa e innovadoramente la primera edad de la relación Europa-América, su dimensión colonial.

Por los descubrimientos del siglo XVI, las conquistas y el proceso de colonización que siguieron, la fundación de la relación atlántica cambió la historia del mundo. La crónica de este monumental acontecimiento tiene dos vertientes: una más explorada y otra menos conocida. Son dos secciones del mismo libro desigualmente difundidas: la primera se concentra en cómo Europa transformó a América; la segunda en cómo América alteró a Europa.

No hay americano que no conozca esta primera crónica y el impacto en su tradición, así como en su destino. La América mestiza e indígena, en la compleja definición de su identidad, no puede prescindir de Europa. Para los europeos, la situación inversa es menos clara porque, visto desde la superficie, el impacto de América en la vida del viejo mundo parece menos contundente.

Si la leyenda de Jasón y sus argonautas fue el mito y la crónica de la aventura del Mar Negro, si la imaginación de Ulises se nutrió de los cuentos marineros de la exploración del Mediterráneo, la odisea atlántica amplió los alcances y la visión de los hombres del viejo continente de una manera insospechada.

La noticia de la fallida expedición inglesa en 1609 a Virginia, coincide con la última gran obra de William Shakespeare. En La Tempestad, muestra los claroscuros de su mundo contemporáneo, incluyendo los recientes viajes y descubrimientos. En este drama, que Jan Kott magistralmente describe como de ilusiones perdidas, de amarga sabiduría y de frágil aunque tenaz esperanza, América es bautizada como Valiente Mundo Nuevo.

El Nuevo Mundo cambió profundamente a Europa desde la dieta hasta las ideas. Un vasto tráfico de hombres, plantas, animales e incluso enfermedades se estableció entre los dos continentes. Este llamado ``intercambio colombino'' operó en beneficio de los europeos. La patata alivió las hambrunas del viejo continente, al grado que algunos la asociaron a la expansión demográfica de los años subsecuentes. El maíz hizo posible la rotación de los cultivos; el jitomate, el cacao y el tabaco enriquecieron a comerciantes y banqueros. La emisión de monedas de oro de las Indias ofreció seguridad a las transacciones económicas. América financió las guerras del XVI y del XVII y una brecha se fue abriendo, precisamente en esos años, entre los países que tenían y los que no tenían acceso a las nuevas tierras.

La relación atlántica, creatura del Renacimiento surgida como consecuencia de una suma notable de invenciones, aceleró todavía más la dinámica de esta nueva etapa de la historia. Las ciencias, la imprenta, la cartografía, el comercio y la industria se ocuparon de América y se ensancharon con América.

Estimo que el mejor tributo que los europeos pueden rendir a esa notable parte de su destino, es asomarse con mayor detenimiento al reverso de esta historia, a los cambios que el caudal americano desató en la superficie y las profundidades de su propia casa, el viejo continente.

II. El porvenir de la relación atlántica

¿Cuál es el estado que guarda nuestra relación atlántica? El momento actual se caracteriza por un periodo de profundas transiciones: de la guerra fría a la posguerra fría, del bipolarismo a un mundo multipolar, del concepto clásico del Estado nacional a procesos de integración regional. Todos estos fenómenos se ven penetrados al mismo tiempo por el globalismo.

El desenlace de la segunda guerra mundial y el bipolarismo dieron lugar a una relación atlántica norte-norte, diseñada en función de la guerra fría y con un especial acento en los temas de la seguridad. Esta relación, fruto de condiciones históricas ya superadas, estará sujeta a los cambios del naciente nuevo escenario internacional.

Aunque las relaciones entre América Latina y la Unión Europea han crecido en las últimas dos décadas, especialmente a partir de 1990, año en el que se acuerda institucionalizar el diálogo entre la CEE y el Grupo de Río, y si bien su aportación a la paz en Centroamérica no puede dejar de reconocerse, es objetivo señalar que el potencial de cooperación económica, política, científica, tecnológica y cultural entre nuestras dos regiones no está con mucho aprovechado.

Más allá del periodo de la guerra fría, la relación europea a través del Atlántico debe abarcar en una mayor proporción a América Latina. El punto medular de esta relación europea con el Atlántico Sur debe ser la cooperación sobre bases de equidad y respeto recíproco.

Para dar pasos adelante en esta dirección, Europa debe brindar mayor atención a nuestra región. Aunque nuestras sociedades difieren en aspectos sustantivos en su desarrollo económico, estructura y composición demográfica, los puntos de convergencia son, sin embargo, mayores. Existen en favor muy diversos factores. Enumero tan sólo algunos:

1. Con un área de 18 millones de km2, el doble de la de Europa; con una población de 480 millones de personas, el 7% de la población mundial; con un producto bruto de un billón 474 mil millones de dólares, dueña de una de las zonas naturales estratégicas del planeta, nuestra región está destinada a ocupar un lugar cada día más relevante en los asuntos mundiales.

2. América Latina, no obstante sus rezagos sociales y crisis económicas, ha dado pasos consistentes en el desarrollo de sus instituciones políticas y en la profundización de su democracia.

3. En la próxima década, la región latinoamericana será una de las de mayor crecimiento económico. Sus vastos recursos naturales y la apertura de sus economías, ofrecen oportunidades atractivas para los sectores económicos europeos. Un punto primordial en este rubro es que la relación de Europa con América Latina tiene que superar temores e intereses de corto plazo para una liberalización de sus relaciones económicas.

4. Las nuevas reglas del globalismo crean las condiciones para que los sistemas de producción complementen las ventajas competitivas de las distintas regiones. Europa tiene en nuestra región oportunidades para combinar sus recursos productivos y su tecnología con los recursos naturales y humanos, así como con la ya apreciable estructura productiva de América Latina.

5. Los sistemas económicos europeos que han dado al tema de la justicia social un especial acento, no obstante los ajustes que en la actualidad enfrentan, pueden constituir mutatis mutandi un modelo de referencia más adecuado para muchas de nuestras sociedades latinoamericanas, cuyo principal problema es la pobreza y la marginación social.

6. Los grandes desafíos globales de la agenda internacional actual: migración, narcotráfico, preservación del medio ambiente y desarme nuclear, podrán ser atendidos más eficazmente por una estrecha cooperación trasatlántica. Cabe recordar que en el campo del desarme, América Latina se convirtió, con el Tratado de Tlatelolco, en la primera zona libre de armas nucleares en el mundo.

III. Europa y América Latina: una relación de parentesco cultural

Los anteriores factores que he enumerado, son de por sí muy importantes. Deseo, sin embargo, hacer énfasis en uno de ellos: el atractivo y la peculiaridad de la relación atlántica Europa-América Latina reside en la suma de ciertos valores culturales compartidos.

Es ésta, debemos precisarlo, una relación de afinidad, no de identidad. Vistas desde cerca, ni la misma Europa Occidental ni la misma América Latina son homogéneas. Sin embargo, partiendo de la complejidad de este tejido de semejanzas y diferencias, puede decirse que, en contraste con otras regiones del mundo, estamos ligados -Europa y América Latina- por una relación de parentesco cultural.

Tenía razón Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática española, al comentarle a Isabel la Católica que la lengua haría perdurable la aventura americana. Puede incluso sostenerse que lo más trascendente de la relación atlántica ha sido su dimensión cultural. El mundo ha cambiado sustancialmente en este medio milenio, que es la edad que tienen nuestras relaciones. Quedaron atrás las viejas estructuras de la época colonial. Subsisten, empero, los idiomas, el derecho, las instituciones, las tradiciones y los valores culturales comunes.

Sin llegar al extremo de quienes reducen a un solo elemento las causas de complejos fenómenos internacionales, puede reconocerse que valores y tradiciones culturales similares son un factor en el facilitamiento y profundización de las relaciones económicas, y que estos valores afines ayudan a las naciones a resolver diferencias y a enfrentar desafíos.

Europa se ha aproximado a nuestra región con dos actitudes: una como mater et magistra, y otra con el ánimo del conocimiento y la disposición al diálogo. Esta última vocación fue la que alentó a los verdaderos descubridores europeos de las realidades del nuevo continente. A fray Bartolomé de Las Casas, a fray Bernardino de Sahagún, a fray Pedro de Gante, a Vasco de Quiroga, a fray Francisco de Vitoria y a sus herederos en los siglos subsecuentes, humanistas, utopistas, internacionalistas, erasmistas, antropólogos y científicos sociales, que se hicieron también preguntas a partir de la experiencia americana, que se interesaron por los nuevos mundos del nuevo mundo y defendieron con perseverancia ejemplar su derecho a existir.

Habiendo quedado atrás el periodo colonial, la relación de Europa con América Latina no está exenta de dependencias y disparidades. Todavía ahora, la asimetría caracteriza a nuestro tráfico cultural. Los estratos ilustrados de Europa y de América Latina no se aproximan con un mismo interés recíproco. Es cierto que en los museos europeos existe un permanente interés por recibir el patrimonio cultural del pasado de nuestro continente, pero las puertas no están igualmente abiertas para las ricas manifestaciones de su presente. La novela de América Latina se ha creado un público europeo y ha sido una excepción que confirma la regla. Su éxito ha revelado a los amantes de la literatura en el viejo continente la hondura de la imaginación y la vitalidad de los creadores latinoamericanos.

Salvo notables excepciones, el grueso del mundo intelectual del viejo continente se ha concentrado en los temas y problemas de su propia vida cultural. Por su parte, la gran mayoría de nuestros países de América Latina ha mirado a Europa con dos actitudes: la devoción o el rechazo acríticos. Estas ambigüedades de la relación cultural entre nuestras dos regiones no le restan importancia, tan sólo definen su compleja naturaleza. Ahora bien, más que detenernos en las peculiaridades del pasado, es importante concentrarnos en los desafíos futuros de nuestra relación cultural.

En las últimas décadas, la presencia cultural de Europa ha perdido espacios relevantes en las sociedades de América Latina. Estos espacios han sido ocupados por los nuevos lenguajes y medios, así como por los contenidos de la industria del entretenimiento de Estados Unidos. Carlos Monsiváis nos da un dato elocuente: de las películas exhibidas o rentadas en los centros de video de América Latina, cerca del 85% son norteamericanos. En materia de venta de discos compactos, cerca del 50% es de rock norteamericano. Hay claras razones que explican el fenómeno: globalismo cultural, o más precisamente, globalismo impuesto y globalismo periférico.

No lo menciono hoy desde una visión estrecha o defensiva, ni desde la nublada perspectiva del proteccionismo o del dirigismo culturales. Sin embargo, reconociendo que si bien las influencias culturales no excluyen forzosamente a otras, las sociedades crecen cuando sus opciones de educación y entretenimiento son más variadas. Por ello, sería bienvenida en nuestros países una mayor presencia de los nuevos y viejos aires de la cultura europea.

Si Europa ha perdido terreno en América Latina, nuestra región, en su intención de afirmarse en estas tierras, tiene frente a sí una tarea de proporciones descomunales. El diálogo atlántico, para serlo verdaderamente, deberá ser un diálogo ``interpares'': requiere estar alentado por un interés y una curiosidad recíprocos. Para alentarlo será necesario un redescubrimiento de América Latina por el mundo europeo. América Latina es un mundo en sí misma y no el pálido reflejo de otras realidades. Basten como ejemplo el amplio panorama actual de su literatura, su plástica, su música, su patrimonio monumental y sus artes populares.

El interés de Europa por América Latina debe ir más allá de los espacios, distinguidos pero limitados, en que profesionalmente se ha cultivado. Dicho en otras palabras, debe ir más allá del loable trabajo de los latinoamericanistas y de los especialistas, para alcanzar al ciudadano común, al hombre de la calle que puede ser tocado o seducido por la cultura.

Las anteriores reflexiones podrán parecer poco realistas a quienes consideran que los agentes más relevantes de la relación trasatlántica son los económicos. No comparto esta perspectiva, porque creo que los fenómenos históricos no se fraguan con la intervención de un solo factor. Además, a lo largo de mi experiencia profesional, siempre he escuchado de importantes dirigentes de la economía el valor que atribuyen a la atmósfera cultural y política de los países en que deciden involucrarse.

En las memorias que Carlos V dictó, en 1550 y 1552, destinadas a su sucesor Felipe II, no se menciona la experiencia americana. El emperador al que le habían dedicado sus proezas navegantes, descubridores, aventureros y conquistadores, estaba más concentrado en las guerras e intrigas europeas.

Por razones diversas a las del siglo XVI, la Europa de hoy atraviesa por un periodo de introspección. Las energías de sus políticos, empresarios e intelectuales, han estado dedicadas en los últimos años preferentemente al difícil armado de una nueva arquitectura de convivencia, seguridad y cooperación en su región. Este proceso tomará sin duda tiempo. Pero en la realidad, no se trabaja en una sola dimensión. Se abordan tareas igualmente relevantes a la vez y se combinan sus efectos. Además, el viejo continente no puede prescindir del resto del mundo -no ha sido así nunca- y menos ahora, dentro de las reglas del globalismo.

Es cierto que los gobiernos no pueden por sí solos sustituir poderosas inercias o crear nuevas tendencias históricas. Les corresponde, sin embargo, trazar directrices, marcar acentos. Las fuerzas de la economía y el resto de los actores de la sociedad deben ser estimulados con perseverancia y decisión. Como en el siglo XVI, Europa debe voltear al Atlántico y volverse a embarcar.