La Jornada Semanal, 6 de julio de1997
Las plantas sufren como nosotros sufrimos.
¿Por qué no sufrirían
si esta es la llave de la unidad del mundo?
La flor sufre, tocada
por la mano inconsciente.
Hay una ahogada queja
en su docilidad.
La piedra es sufrimiento
paralítico, eterno.
Nosotros -animales- no tenemos
ni siquiera el privilegio de sufrir.
Dulce fantasma, ¿por qué me visitas
como en otros tiempos nuestros cuerpos se visitaban?
Me roza la piel tu transparencia, me invita
a rehacernos caricias imposibles: nadie
recibió nunca un beso de un rostro consumido.
Pero insistes, dulzura. Oigo tu voz,
la misma voz, el mismo timbre,
las mismas leves sílabas,
y aquel largo jadeo
en que te desvanecías de placer,
y nuestro final descanso de gamuza.
Entonces, convicto,
oigo tu nombre, única parte tuya indisoluble
música pura en continua existencia.
¿A qué me abro?, a ese aire imposible
en que te has convertido
y beso, beso esa nada intensamente
Amado ser destruido ¿por qué vuelves
y eres tan real y tan, igualmente, ilusorio?
Ya no distingo más si eres sombra
o sombra siempre fuiste, y nuestra historia
el invento de un libro deletreado
bajo pestañas soñolientas.
¿Habré un día conocido
tu verdadero cuerpo como hoy lo conozco
enlazando el vapor como se enlaza
una idea platónica en el aire?
¿El deseo perdura en ti que ya no eres,
querida ausente, persiguiéndome, suave?
Nunca pensé que los muertos
el mismo ardor tuviesen de otros días
y nos lo transmitiesen con chupadas
de hielo y fuego candente matizados.
Tu visita ardiente me consuela.
Tu visita ardiente me acongoja.
Tu visita, apenas una limosna.
Carlos Drummond de Andrade (Minas Gerais, 1902-1987) formó parte del movimiento modernista brasileño que en los años veinte le dio a la poesía y a las artes del país sudamericano un nuevo impulso. Su obra se sustenta en la sencillez del lenguaje, el humor, el compromiso político y la pasión amorosa. Los poemas que aquí presentamos pertenecen al libro póstumo Farewell, recientemente publicado en Brasil.
Había un corazón atravesado en el árbol
Y había un riñón
Y había un hígado
Y había un jardín de extrañas flores
Y había hormigas que acarreaban ojos
Y había un ojo varado en la entrada del hormiguero
Y había vida en este ojo
Y el ojo estorbaba a las hormigas cargadas de comida
Y el hormiguero se hinchó de luz
Y el hormiguero se hinchó de ideas
Y el hormiguero comenzó a hablar
Nunca volví a matar hormigas
Amaneció un rocío de sangre
Tocaron a mi puerta
Eran las tres de la madrugada
Espié por la mirilla
Vi una señora
Vi una niña
Vi un saco marrón
Vi que del saco escurría un líquido
Vi que la señora estaba vestida de rojo
Vi que la niña estaba vestida de un rosa bermejo
¿Quién es?
No hubo respuesta
Tuve un miedo inmenso
Abrí la puerta
Entraron
Se sentaron a la mesa
Serví café
La vieja dijo que Dios creó al hombre soplando el barro
La niña dijo que los hombres hacen cultura pedorreándose
El día brotó
La vieja y la niña se marcharon
En la mesa quedaron dos tazas vacías
Aunque afirmaba entre sus amigos que con el mes de mayo llegaría su ``resurrección'', el año pasado, el día 21 de marzo, falleció el poeta brasileño Pedro Pellegrino (1953-1996) sin alcanzar a ver editado el libro que junto con Pedro García preparó: Treinta y cuatro poemas, dos Pedros. Los textos que aquí presentamos forman parte de esa obra.