Pedro Miguel
Los huesos de Vallegrande

Durante treinta años, una fosa común situada en Valle Grande, Bolivia, dio cobijo a los huesos de un puñado de héroes. En ese lapso, América Latina, región de suelo fértil para los sincretismos, forjó, sobre el patrón cristiano y en torno al enorme muerto de la selva boliviana, un culto dotado de apóstoles y santoral, evangelios, una Roma insular, un calvario y un Santo Sepulcro, el mismo que hace unos días ha sido reconquistado por una cruzada apacible de antropólogos y especialistas forenses.

Muchísimos habitantes del mundo, en especial en este hemisferio, nos formamos con la figura de Ernesto Guevara, el propietario de los huesos ahora descubiertos, como un punto de referencia importantísimo, si no es que central, en lo ético, en lo político o incluso, para algunos, en lo político-militar. Pero, conforme la gesta del guerrillero iba pasando de los periódicos a la historia, su receta revolucionaria fue deslavándose en forma y fondo, a la manera de los libros de cocina de la abuela, que acaban siendo inútiles porque los ingredientes allí consignados ya no se encuentran en el mercado y sus unidades de peso y medida no coinciden con las contemporáneas.

Antes de que el legado del Che se vuelva un sistema de referencias tan incomprensible para la mayoría como lo es hoy el Antiguo Testamento --un texto bello e incoherente en el que hay que creer, y punto--; antes de que el tiempo y la liturgia acaben de trastocar las equivalencias entre sus códigos y los nuestros, habría que poner, en claves éticas de este fin de siglo, lo que queda de su gesta y de su martirio, y que es mucho más que la osamenta desenterrada hace unos días en Valle Grande.

Predicó con el ejemplo los valores de la constancia, la congruencia, el sacrificio por el prójimo, la generosidad y el desapego a los bienes materiales y a la comodidad. Cambió su bien ganado sillón de ministro por los infiernos de la selva y el combate en Africa y en Bolivia, decidió ser un mártir joven antes que un burócrata envejecido y vivió al ritmo de una infinita compasión por los jodidos.

Más conmovedor aún, a diferencia de tantos predicadores de patria o muerte para los demás, el Che siempre marchó a la cabeza de la fila cuando, a su juicio, el camino a la emancipación pasaba por el matadero.

A treinta años de distancia parece claro que tal actitud está más emparentada con la ética cristiana y la estética romántica (ambas pilares de la cultura continental) que con los materialismos histórico y dialéctico y la crítica de la economía política.

En nuestro continente --y fuera de él-- muchos contemporáneos del Che se afiliaron también al marxismo porque, conscientemente o no, vieron en éste la posibilidad de ser consecuentes a tope con los valores cristianos que les fueron inculcados.

La parte deplorable de su epopeya tiene mucho que ver con la arrogancia, el mismo defecto que llevó al martirio, o a la comisión de genocidios físicos y culturales a miles de misioneros y evangelizadores. Ellos, al igual que el guerrillero argentino-cubano-boliviano, se sentían depositarios absolutos de la verdad y actuaban, acaso sin saberlo, con una refinada intolerancia hacia las creencias, las necesidades inmediatas, los temores o los convicciones de aquéllos a quienes pretendían salvar del hambre, de la opresión o del infierno.

Su opción profesional primera fue la medicina, lo cual habla de su compromiso con la preservación y el cuidado de la vida humana. También en hermosas frases, pronunciadas o escritas, El Che dejó constancia de ese compromiso. Pero la urgencia de transformar al mundo, acicateada por la piedad, lo fue convirtiendo en un guerrero convencido de la pertinencia de su oficio, y a partir de esa convicción, que necesariamente pasa por el poco aprecio a las vidas de los demás y a la propia, llevó a la muerte a mucha gente.

No logró percibir una diferencia sustancial entre los soldados de Mahoma, para quienes el sacrificio en combate es pasaporte al Edén de las huríes, y la convocatoria guerrillera a abonar la tierra del devenir histórico --reservado a los biznietos, y por ello intangible-- con los cadáveres propios.

Acaso los valores de su época, manchada de guerras frías y calientes e imperativos históricos, le impidieron darse cuenta de que la vida es el único lujo que pueden darse en este mundo millones de desposeídos; que, al perderla, pierden al mismo tiempo sus posibilidades de liberación, su perspectiva de justicia y su esperanza de bienestar y que, a partir de ese momento, toda lucha política, ideológica, social o militar, deja de tener sentido para ellos.