Comencemos esta nota con una afirmación que aparentemente no tiene nada (y sin embargo tiene todo) que ver con el tema. Un recordatorio de Alain Juppé y John Major derrotados por izquierdas que intentan renacer de sus cenizas: la democracia liberal es probablemente la forma más asimétrica, engorrosa y lenta para construir gobiernos, pero es la única conocida en este fin de siglo para evitar que los gobernantes se conviertan en semi-dioses.
La Unión Europea está discutiendo en estos días acerca del futuro del Fondo de Cohesión que, desde 1992, se instrumentó para compensar sus miembros más pobres enfrentados al duro camino hacia la moneda única. Objeto del contender es si los países más pobres de la UE podrán seguir gozando de estos fondos después de su eventual ingreso a la moneda única.
En apariencia estamos frente a un tema técnico de no amplio aliento. En realidad, no es así. Europa se enfrenta a la construcción de una unión monetaria que la llevará inevitablemente a cuestionar la hegemonía del dólar en las finanzas internacionales. Y es por esto --para prepararse a un enfrentamiento que será duro-- que las autoridades de la UE quieren liberarse de cualquier rama seca que pueda debilitar aquella solidez financiera sin la cual la moneda única amenazaría nacer con debilidades crónicas que podrían después revelarse fatales. Todo o casi todo es hoy sacrificable en el altar de una moneda única vista como la gran prueba de la solidez mundial de la Europa unida.
En los últimos años el tema del crecimiento ha dejado de ser prioritario para los gobiernos europeos. Y el tema ocupación también --no obstante las frecuentes declaraciones oficiales. Toca ahora el turno de los fondos de cohesión que representaron hasta ahora la voluntad de evitar que la solidez económica de la construcción europea se erigiera sobre una ampliación de las diferencias de bienestar entre los países miembros. El péndulo que oscila entre eficiencia y solidaridad está evidentemente mucho más cerca del primer término que del segundo. La moneda única se ha convertido en un dios cruel que exige penosos sacrificios a los más débiles. El desempleo, que se mantiene en niveles elevadísimos, supone un riesgo grave de digregación social al interior de cada país europeo. Y ahora el ataque de los países ricos de Europa contra el Fondo de Cohesión supone un riesgo igualmente grave de disgregación del necesario tejido de solidaridad entre ellos.
Hay momentos en que la realidad parecería cerrarse a la búsqueda de equilibrios humana y socialmente defendibles. Europa occidental recorre hoy una fase de este tipo. La moneda única es un objetivo determinante para evitar que la economía mundial siga dependiendo de manera excesiva de la fuerza-debilidad de esa columna casi-única que es el dólar de Estados Unidos. Pero, desafortunadamente, la moneda europea está naciendo mal: agudizando el desempleo en el presente y amenazando una posible agudización de las distancias entre países ricos y países pobres de Europa occidental.
No se construye una nación sólida conservando las distancias (de eficiencia y bienestar) entre Sicilia y Lombardía o, para entendernos, entre Oaxaca y Nuevo León. Y, de la misma manera, no se construye una nueva región integrada e interdependiente (la Europa unida del futuro) con más desempleo en cada país y más distancias entre Dinamarca y Grecia o entre Holanda y Portugal. ¿Será posible una moneda europa estable entre un conjunto de economías de escaso crecimiento, con alto desempleo y que amenazan ampliar las distancias de bienestar entre sí? La duda es, para decir lo menos, legítima.
La moneda única de Europa impone en el corto plazo costos que, de conservarse en el largo plazo, podrían resultar fatales a su deseada solidez. Pero combinar corto y largo plazo es la verdadera, gigantesca, dificultad.