Es probable que el sentido más importante de la actual exposición en el Museo Carrillo Gil sea el de proponer --así quiero verlo-- una manera, entre otras posibles, de orden o estructura de comprensión del fenómeno artístico contemporáneo. En este caso el fenómeno mexicano.
Una característica de la posmodernidad, casi diría que definitoria, es el abandono del modo anterior de ver el proceso del arte, el hecho de abordarlo como una sucesión de vanguardias en carrera desplegada hacia un fin no conocido. Esa imagen lineal del arte de nuestro siglo, que se pretendía enchufar a una mirada también lineal (y por eso limitada y corta) de la historia del arte, entendida ésta desde los griegos hasta la Europa del siglo pasado, dejaba fuera, desvalorizándolo o borrando todo aquello que no cupiera en el rosario establecido de vanguardias, ismos o corrientes centrales. Cualquier manual de arte contemporáneo o cualquier guión museográfico en Estados Unidos creo que confirman lo que digo.
Veo muy sana la situación actual en que tal visión estrecha tiende a cambiar en tiempos de posmodernidad. Pero hay que aceptar que no hemos construido todavía aparatos conceptuales suficientes para aprehender un mundo tan amplio y variado como el que se nos presenta a consideración.
Por otra parte, es un hecho que en las últimas décadas hay un claro repunte en las artes plásticas por la figura y especialmente por la figura humana. En México eso parece evidente, sin que por ello hayan desaparecido otros modos artísticos de hacer, de indudable vigencia. Se trata, muy a menudo, de una figura, ahora, herida, lastimada. La violencia que campea en el mundo, la característica desilusión de muchos ideales, la presencia de una enfermedad como el sida, la represión, la intolerancia, el racismo... todo eso y más lleva a las ``transgresiones del cuerpo''. Por eso entiendo la actual exposición del Carrillo Gil como una de las vías de acceso conceptual a una parte de la producción reciente del arte mexicano.
Como lo viene haciendo ese museo, se trata de una exposición seriamente curada, a cargo del joven Edgardo Ganado, apoyado por el equipo del Carrillo Gil. A Sylvia Pandolfi, directora del recinto, le ha resultado espléndida la fórmula de responsabilizar de curadurías a personas de su equipo, y si son jóvenes mejor. Las muestras --y éste es el caso-- son propuestas personales y centran una discusión temática de alto nivel.
Las transgresiones al cuerpo. Arte contemporáneo de México debe verse como un ensayo personal, en el que trabajó Ganado por más de un año, a lo largo del cual se le fue dilucidando una idea inicial. No pretende ser una visión general del arte mexicano de hoy, sino sólo deslindar lo que sucede en una zona específica de ese fenómeno. Y creo que lo consigue en más de un sentido.
Cincuenta y siete artistas, muchos jóvenes y algunos ya no tanto, y dos muertos (Enrique Guzmán, porque fue, en la imagen de Ganado, el iniciador de todo un cambio en el arte mexicano, y Marcos Kurtycz, quien murió cuando la curaduría estaba ya terminada). Son 97 obras. El conjunto comprende cuadros, grabados y fotografías, cualquiera sea su calidad y su novedad, en los formatos y apoyos tradicionales, y también, en mucha parte, arte-objeto, video y performances. Es, en eso, una muestra legítima de lo que ocurre en México.
No intento ni siquiera reseñar la riqueza y variedad de una exposición que va de Franco Aceves (entre los más chavos) a Mónica Castillo, al fotógrafo Gilberto Chen, a Owen Fogarty, a Julio Galán y al escultor Reynaldo Velázquez; a Nahum B. Zenil, Oliverio Hinojosa, la siempre impresionante Martha Pacheco, Laura Quintanilla, Néstor Quiñones, los relieves de Germán Venegas, los arte-objetos de Carlos Jaurena, de Enrique Jezik o de Semefo, o los videos del mismo colectivo; de Tatiana Parcero, los performances, de Lorena Wolfter o de César Martínez, o el extrordinario vestido tejido con su propio cabello de Gabriela López Portillo.
Creo que la exposición, si se observa con buen ánimo, con cuidado, sí ayuda a entender una importante zona del arte mexicano actual. Y así la celebro. Por otra parte, la museografía es de primer orden.
Un muy bonito catálogo-libro la acompaña, con textos prólogo no de compromiso sino, en su cortedad, enjundiosos, de Gerardo Estrada y Sylvia Pandolfi; otro, técnico, de Ganado que no está a la altura de su trabajo curaturial, y uno más, que casi no toca la exposición y se va por los montes de Ubeda, de Gonzalo Vélez.