La fundación del PNR en 1929 sentó las bases de un sistema político cuyo objetivo primordial era asegurar la transmisión pacífica del poder presidencial y erradicar la lucha de facciones alentada por la ambición de los caudillos surgidos de la revolución armada, que desembocaba una y otra vez en asonadas y rebeliones más o menos cruentas. Conforme a su concepción original, el surgimiento de un partido dentro del que resolvieran sus diferencias los jefes revolucionarios estaba ligado a la consolidación del poder personal de un jefe máximo, encarnado en Plutarco Elías Calles, que tendría a su cargo el arbitraje con respecto a los grandes intereses en conflicto.
El sistema tomó su carácter definitivo cuando Lázaro Cárdenas expulsó del país a Calles y asumió en plenitud los atributos presidenciales. Se sustituyó como voluntad decisoria, en los engranajes del sistema, al jefe máximo de facto por el titular del Poder Ejecutivo Federal, quien de ese modo sumaría a los poderes legítimos que le correspondían, otras potestades metaconstitucionales. El presidencialismo fue el sucedáneo del maximato y el sistema político mexicano quedó asentado sobre dos columnas o piedras angulares funcionalmente inseparables: el partido y el presidente de la República.
La terminología extraída de doctrinas extranjeras intentó infructuosamente caracterizar al PRI (PNR, PRM) como partido del gobierno y más recientemente como partido de Estado. Ambas denominaciones son erróneas. La que corresponde a la realidad es la de partido del sistema presidencialista ya que esa ha sido su ubicación funcional dentro de los procesos políticos del país durante sesenta años.
En ese lapso, la dinámica de concentración del poder parecía indetenible, al grado de que el sistema tuvo que recurrir a sus propios mecanismos para otorgar puestos de representación popular a otro partido (el PAN) sin modificar el régimen electoral; y más tarde, en etapas sucesivas, para reformar dicho régimen en cuanto a la integración pluripartidista de los cuerpos legislativos federales y locales y de los órganos de gobierno municipales. Asimismo, se modernizaron los procedimientos para sufragar y constatar la validez de los resultados comiciales. Las bases del sistema político, sin embargo, permanecieron intactas pues el poder de la institución presidencial siguió siendo incontrastable y la hegemonía del PRI jamás estuvo seriamente amenazada. Los ideólogos y estrategas de las fuerzas políticas organizadas en partidos se equivocaron constantemente en el diagnóstico sobre la naturaleza del nudo gordiano que era necesario desatar o cortar de un tajo: para ellos la desaparición del PRI habría sido la solución a los problemas derivados del rezago político. No advertían que el avance trascendental debía ser la transformación o sustitución del sistema, lo cual no implica necesariamente que el PRI se extinga, sino que cambie su naturaleza original de partido del sistema presidencialista.
Con los resultados de los comicios del pasado domingo, el PRI permanecerá como estructura sociopolítica y conservará gran parte de su hegemonía, pues seguirá teniendo la mayoría absoluta en el Senado, conservará 25 de las 31 gubernaturas estatales, una proporción un poco menor de los congresos locales y un número muy superior al de todos los demás partidos juntos en el control de los ayuntamientos; pero el sistema entró en una fase, ya no de simple adaptación a los requerimientos de un país cuantitativa y cualitativamente distinto de aquel para el que había sido diseñado, sino de reconstitución de sí mismo.
Dentro del circuito cerrado de poder unipartidista que caracterizaba al sistema político mexicano, ya penetraron profundamente otros dos partidos que, por ahora, no podrán tomar por sí mismos decisiones autónomas que inyecten un nuevo contenido a las políticas gubernativas, por ejemplo, en materia económica; pero que tendrán capacidad para acotar el poder presidencial mediante su fuerza combinada e influir en el diseño general de las vías para la inserción de México en el proceso de globalización que es destino ineluctable de todas las naciones.
El nuevo sistema político ya no radicará exclusivamente en la simbiosis PRI-presidente de la República, pues requerirá de otras bases de sustentación. Tales cambios parecen conducir, primero, a un tripartidismo articulado al presidencialismo y más tarde a un sistema presidencial (ya no presidencialista) de tres partidos con capacidad para alternarse en el ejercicio del poder. El tema no se agota con estas reflexiones. Será preciso seguirlo examinando más allá de los eventos del 6 de julio.