MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
El planeta rojo
Desde el miércoles en la noche, mi mamá me avisó que el jueves, después de pasar al mercado, iría por mí a la escuela. Le dije que no, que para qué: no está lejos de la casa y siempre he ido y vuelto sin que nadie me acompañe -ni siquiera cuando llueve mucho y el río crece bien grande, tanto que una vez arrastró varios cuartos de los vecinos y a nosotros nos dejó sin una pared.
Cuando le dije a mi mamá que podía regresarme solo a la casa, me respondió que yo solito no iba a poder con mis libros y mis dos trabajos manuales -hice uno sobre la contaminación y otro acerca de Marte-; luego se soltó llorando y terminó diciéndome que no hay mal que por bien no venga y que, gracias a Dios, ya tiene un poco más de tiempo para atendernos. Eso significa que los minutos que dedicaba a cuidar a mis abuelitos los repartirá, de ahora en adelante, entre mi hermana Jezabel y yo.
El jueves, mi mamá llegó a la escuela a las doce en punto. Llevaba en un brazo a Jezabel dormida desde hace una semana, ya no tengo quién me ayude con la niña''- y en el otro la bolsa del mandado. ``Compré carne maciza para hacer caldo'', les dijo a las demás señoras y luego les contó que estaba tristísima porque mis abuelos ya no vivirían con nosotros y que su único consuelo era saber que con el dinero que sacara rentando el cuarto yo podría seguir estudiando.
Como siempre que habla de eso, mi mamá acabó hecha un mar de lágrimas y ni me oyó cuando le dije que la sangre que escurría de la carne estaba manchando mi trabajo acerca de Marte. A mi maestra Eva le gustó mucho, pero sólo me dijo nueve de calificación porque, según ella, cometí un error muy grave al poner en medio de las rocas dos figuritas: ``En el Planeta rojo no hay vida. ¿Qué no te fijaste cuando les enseñé la foto que salió en el periódico?''.
No le contesté nada ni le dije que las personas que había puesto en mi maqueta son mis abuelitos: Lola y Sixto. Ojalá que yo alcance a recibirme de astronauta antes de que ellos se mueran porque pienso llevármelos a Marte. Allí vivirán otra vez juntos y muy felices: ella remiende y remiende, él tocando su guitarra. Bueno, tendrá que ser una nueva porque la que mi abuelo tiene ya no sirve: quedó muda y panda cuando el río Largo creció y se metió en nuestra casa.
Mis abuelitos acababan de mudarse con nosotros la primera vez que vi crecido el río Largo. Por su culpa vivimos más de una semana en la calle, mirando el cielo y esperando a que el agua bajara. En todo ese tiempo no hubo clases ni nadie fue a trabajar. Mi papá se la pasó yendo a la delegación a pedir ayuda; mi mamá tuvo que dedicarse a procurarnos cobijas y a cocinarnos en medio del lodazal, por eso me encargó que vigilara a mis abuelos -sobre todo a papá Sixto, que a fuerza quería meterse en su cuarto para salvar su guitarra.
Si no lo hizo fue gracias a que todo el mundo le advirtió del peligro: ``Están las paredes muy reblandecidas, ¿qué tal que se le vienen encima?''. ``El río no tiene palabra de honor: ¿cómo sabemos que no crece de un momento a otro? ``El agua puede arrastrarlo. ``El lodo es muy traicionero''. Mi abuelo acabó de convencerse cuando mamá Lola le dijo: ``Ya te pegó una vez la pulmonía. Si te retienta irás de nuevo al hospital, y acuérdate que ahí no me dejan quedarme contigo''.
Pudimos volver a nuestras casas cuando los de protección civil nos dijeron que ya no había peligro. Enseguida papá grande corrió a su cuarto. No sé cómo, pero el caso es que en medio de un relajo de muebles, papeles, trastos, perros muertos, el encontró su dichosa guitarra. La pobre estaba toda llena de lodo y mi abuelito se puso a limpiarla mientras los demás trabajaban para salvar lo que podían.
Mi mamá se disgustó: ``Oiga, don Sixto, a usté esa cochinada le importa más que su propia familia''; él hizo como que no había oído, pero después me dio un beso: ``Sabes que te quiero mucho, ¿verdad? Lo que sucede es que con esta guitarra conquisté a tu abuela Dolores, y por eso, como que le estoy muy agradecido''.
Entendí mejor las palabras de mi abuelo hace tres semanas, el domingo que se lo llevaron al asilo: no quiso desprenderse de su guitarra por nada del mundo, y cuando mi papá trató de obligarlo, él dijo una cosa tan triste que hasta me dolió el estómago: ``Ya me apartaron de mi mujer, ahora quieren separarme de lo único que me queda''.
Mi padre se puso todo colorado y no supo ni qué decirle, por eso salió con que el cuarto que le había conseguido en el asilo -``Y conste que lo conseguí de milagro''- era muy chico, que apenas iban a caberle sus cosas. Allí como que se le hizo un nudo en la garganta, y mi mama salió al quite: ``No le haga caso, don Sixto, la pieza está reducida pero bonita y, además, tiene la ventaja de que le quedan cerca el baño y un jardín muy simpático donde usté podrá pasear''.
Mis papás no quisieron que los acompañara a dejar a mi abuelo al asilo. Pusieron de pretexto que Jezabel había tosido mucho: ``Si la saco puede hacerle daño. Quédate con ella''. A la escuincla mugrosa no la pelé, y como me sentía muy mal, no me dieron ganas de ver la tele. Me acordé que estaba muy retrasado en mi maqueta y decidí hacerla con el tema de Marte. Me gustó mucho la idea, pero no sirvió para olvidarme de lo que había sido todo ese domingo: fue espantoso desde el amanecer.
Mi abuelo se bañó tempranísimo y desde en la mañana se quedó en una silla, junto a la puerta, esperando el momento de que se lo llevaran; dijo que no quería estar ni un minuto más en una casa donde ya no estaba su mujer. Era cierto: mis papás mudaron a mi abuelita a su asilo el sábado en la tarde. Dizque para alegrarla; mi papá le aseguró que seguiría buscando un sitio donde los recibieran a los dos, pero que mientras eso se arreglaba podrían visitarse uno al otro los domingos. Mamá grande recordó: ``Quedaremos lejísimos''. Mi mamá metió su cuchara y creyó que arreglaba el problema diciendo la cosa más tonta del mundo: ``Ay, doña Lola, piense que volverán a los tiempos de su noviazgo, cuando era usted señorita y mi suegro iba a visitarla. ¿A poco no se le hace romántico?''.
Mi abuelita, le suplicó a papá Sixto que no la acompañara: ``Compréndelo, viejo, será horrible separarnos otra vez; ya con una es suficiente''. Mi abuelo nada más dio media vuelta y se encerró en su cuarto. No quiso salir para la cena, y mi mamá me ordenó llevarle un vaso de leche y pan.
Encontré a mi papá grande sentado junto a la ventana. Como no se movió ni dijo nada, pensé que estaba dormido. Puse la charola sobre el buró y regresé de puntitas a la puerta. Antes de salir alcancé a oírlo: ``Te recomiendo que aprendas a tocar la guitarra y te compres una, aunque sea corriente, para que cuando seas viejo y tus hijos te manden al asilo tengas algo que te alegre la vida''.
Sentí muchas ganas de llorar, pero me aguanté y nada más le dije: ``¿Sabes?, cuando sea grande, seré astronauta. A mamá Lola y a ti, me los llevaré a vivir a Marte''. Mi abuelo soltó una carcajada, pero con todo y eso se le salieron las lágrimas. Yo hice como que no entendía la razón y le aclaré: ``No te pongas así, abuelo, también cargaremos tu guitarra''.