En esencia: Ha sucedido lo inimaginable. En un plebiscito la nación ha votado por la transición. El Estado mexicano -como estuvo organizado y funcionó durante 68 años con un doble eje: la Presidencia de la República y el partido hegemónico- debe ser sustituido por otro régimen: división de poderes, elecciones limpias y justas, competencia entre partidos fuertes, etcétera. Este cambio político, el mayor en la historia moderna, se ha logrado sin derramar una gota de sangre, sin romper un cristal, sin fugar un dólar, sin inflar un peso.
La relación de insólitos ha sacudido la conciencia colectiva. Mucho más es la creación de imágenes de lo que pasará en los próximos tres años. El primer insólito que cobra obvia relevancia es el surgimiento de una sociedad participativa, consciente, articulada, de la que no teníamos sino una vaga sospecha. Se pensó que la baja escolaridad en México y su fragmentación en regiones y en estratos hacían difícil un tránsito rápido a la democracia. Hemos visto surgir millones de electores en todo el país. Hemos visto cómo se pueden administrar elecciones gracias al trabajo de casi un millón de ciudadanos en 200 regiones del país, en los 31 estados, en el Distrito Federal y en 300 distritos. Nadie niega el gran mérito del Instituto Federal Electoral en este formidable despliegue administrativo. Pero creo que todavía no reconocemos el fenómeno de movilidad social y autodisciplina popular.
Los que fuimos a la Plaza de la Constitución la noche del 6 sentimos que nos celebramos a nosotros mismos, es decir al pueblo de México. Además se celebró la reaparición de la hazaña como elemento clave en los procesos políticos. Cuauhtémoc Cárdenas y sus compañeros lograron luchar y persistir once años nada menos que contra el Estado mexicano y sus poderosos aliados y beneficiarios. No puede uno negar un tono heroico a la perseverancia de estas personas. Este elemento épico resultó atractivo para los votantes hasta convertirse en un triunfo político y provocó esta alegría. A mí me asombró que no hubiera un solo policía en la plaza aquella noche. Y más aún, que no hubiera un solo grito revanchista. Ni un ¡muera!
Tendrá que ser ponderada la respuesta del presidente Zedillo al fenómeno de transición. Este hombre que se consideraba un personaje disminuido, es el primer presidente mexicano que promete elecciones libres y que cumple su promesa. Con cínica reiteración, los presidentes de la República al iniciar su mandato frente al proceso electoral prometían siempre el respeto a las urnas y autorizaban enormes operativos de fraude. Por supuesto que en estas elecciones del 97 hubo compra y coacción de votantes. El PRI todavía utilizó muchos mecanismos que serían penados con cárcel en países de democracia madura. Pero desde el poder central no se autorizaron estos expedientes. Y mucho menos se articuló una operación para cambiar el sesgo de la votación.
Respecto al futuro, las interrogantes son innumerables. Un tema: cómo lograr la reforma del Estado. Cómo aprovechar los próximos tres años para lograr una restructuración jurídica y política que permita realizar las elecciones del año 2000 en la ``normalidad democrática''. En contra de lo que dice Zedillo, la normalidad democrática todavía es una meta y no una realidad en México. Para llegar a esto será necesario que en todos los temas centrales, los grandes actores lleguen a acuerdos fundamentales. Los riesgos son numerosos porque la oposición y el PRI tienen muchas cuentas pendientes entre sí. Además de que el auge opositor inclina al triunfalismo y a la ceguera. No sería difícil que las propuestas de acuerdo naufragaran. Que las parcelas de los intereses políticos se impusieran a los altos intereses de la nación. El accidentado curso de la reforma electoral entre 1995 y 1996 no es un buen augurio.
Otro tema fundamental: el destino del PRI. Si nos atenemos a los hechos, la derrota del PRI no es abrumadora. Conservan 36 por ciento de los votos y se acercarán mucho a la mitad de las curules totales de la Cámara de Diputados. Conservan la Cámara de Senadores. Conservan 80 por ciento de la administración local, 95 por ciento del efecto de la sinergia de la administración pública federal.
Pero el PRI vive una crisis abrumadora. Ha dejado de ser invencible. La mayoría más participativa y consciente, en una escala enorme, 66 por ciento, votó contra él. Este voto de castigo es una tendencia histórica que se ha ido acentuando en las zonas más urbanizadas y participativas. El PRI ha vivido un derrumbe muy lento y estas elecciones sólo son un episodio. Hasta ahora ha demostrado una absoluta incapacidad para ``refundarse''. Es muy difícil que acabara con la escisión interna que implica tener una declaración ideológica reformista, una práctica en política económica reaccionaria y una conciencia personal de la mayoría de los priístas más cerca de Cuauhtémoc Cárdenas que de Carlos Salinas.
Pero el PRI no es un simple estorbo. Ahí están todavía muchos de los mejores cuadros políticos de México. Los oficiales del gobierno, diplomáticos, administradores, intelectuales.
¿Cómo ese conjunto humano puede ser rescatado para los intereses más altos de la nación?
¿Cómo puede ser reubicado en el nuevo escenario político que se inauguró el 6 de julio de 1997? La respuesta es el mayor desafío de nuestra imaginación política.