Para Cristina Payán
La última pieza de teatro de Thomas Bernhard denuncia, como es su costumbre, a sus conciudadanos austriacos y caracteriza a su país como un inmenso chiquero poblado por puercos negros (los fascistas) y rojos (los socialistas). Es más, en su testamento prohíbe publicar, representar o siquiera leer sus obras en Austria, y esta noticia no fue anunciada sino hasta después de su muerte. Así, dice uno de sus críticos, ``esta bofetada en la cara de su país natal fue no sólo una sorpresa, sino que provenía de la mano de un muerto, cuya risa resonaba más allá de su tumba''.
En 1986 Bernhard publicó El perdedor, una novela reiterativa y circular cuya obsesión por la muerte y persistente humor negro la hacen superficialmente idéntica a sus demás novelas, pero una lectura cuidadosa revela un tema delicadamente expuesto y a la vez de una gran fuerza, como suele suceder en algunas obras de música para el piano en las que el acompañamiento parece ocultar la melodía principal. Y es que en la novela se narra la imaginaria relación de tres pianistas, dos austriacos, el narrador y Wertheimer, y un canadiense, Glenn Gould, reunidos por casualidad en Salzburgo para tomar cursos de perfeccionamiento con Vladimir Horowitz; los dos austriacos advierten que sus ocho años de estudio con distintos profesores en el Mozarteum y la Academia de Música de Viena han sido inútiles o les han servido sólo para comprobar la maestría extraordinaria de Horowitz. Pero las cosas no se quedan allí. A los austriacos les basta escuchar los primeros compases de las Variaciones Goldberg tocadas por Gould para advertir otro hecho fundamental y decisivo para su futuro, el hecho de que ellos son simplemente dos virtuosos y Gould un genio, a su vez superior a Horowitz. Y ellos, no conformes con ser como los otros virtuosos que andan por el mundo a los que el narrador menciona con desprecio, deciden interrumpir de raíz su carrera, deshacerse de sus pianos e iniciar una trabajada y larga carrera hacia la muerte, pues no en balde el libro se abre con una especie de epígrafe: ``El suicidio calculado desde el principio, pensé, no es un acto espontáneo de desesperación''.
Sabemos que el verdadero Gould trabajó no sólo con el piano sino para fabricar su propia leyenda, que después de cancelar sus giras alrededor del mundo se encerró en su casa para estudiar y que, preocupado también por perfeccionar las técnicas de grabación en estudios especiales, instalados en su domicilio, logró que sus discos fueran impecables pero, a diferencia de otros artistas, el sonido de la obra ejecutada se deja oír acompañado de una excrecencia auditiva, el tarareo fantasma con que Gould realza su propia interpretación a fin de hacerla únicamente suya, en un absorto diálogo con la idea de la música que está interpretando, de la misma manera en que su cuerpo encorvado sobre el piano alcanza con sus manos, o mejor con sus dedos-garfios, sonidos tajantes, aislados, como si estuviesen siendo ejecutados en el clavecín.
A Gould le gustaba más el piano --o el órgano-- por su enorme sonoridad, semejante a la de una orquesta, pero cuando interpreta a Bach o Mozart ataca las notas como si estuviera tocando un clavecín: cada nota tiene su propia y separada identidad, una dura identidad porque Gould --como Pessoa-- la enmascaraba y creaba sus heterónimos para exponer bajo diferentes seudónimos su propia teoría de la musicalidad.
Bernhard hace que unos simples compases ejecutados en el piano basten para arruinar una vocación o para definir una realidad, la de la preparación artística de la propia muerte, elaborada con la misma paciente reiteración con que un pianista estudia las piezas que ha de tocar en un concierto público o que ha de grabar para la posteridad. Gould, dice el narrador, era el más grande pianista del siglo y ``estaba tan posesionado de su arte que debíamos asumir que no podía continuar en ese estado demasiado tiempo y por ello moriría pronto''.
¿El verdadero genio --el arte verdadero-- supone una intensidad incompatible con la vida? ¿El ``radicalismo'' con que Gould tocaba el piano lo obligó a extinguir su vida? Pero, ¿acaso no sucede lo mismo con los otros dos personajes de El perdedor? ¿No busca cada uno la más adecuada forma para terminar su vida, con la misma intensidad con la que Gould se extenúa en el teclado? Y esta lucha con el ángel esconde una dimensión política, una postura extrema que rechaza cualquier filisteismo, ese filisteismo distintivo, según la visión de Bernhard --pero también la de Musil, Handke, Bachmann, Jandl...-- de una antigua nación que instauró un modelo imperial, el austrohúngaro, modelo difícil de borrar. Una sola muestra basta para confirmarlo, insiste Bernhard, la participación de Austria en el nazismo.