Rafael de Paula, el gitano de los ruedos, se aventó el númerito de no salir a matar a los dos toros que le tocaban en suerte, el sábado, en un pueblecillo del sur de España. Rafael, como a los grandes gitanos, de que les llega el miedo a la muerte y se les escapa ese anhelo de plenitud --que tienen el resto de los toreros--, le surgió el fatalismo. Ese del que se alimenta, entre otras cosas, la fiesta de los toros, y le da un toque de picardía y misterio y juego con la muerte.
Nadie como los toreros gitanos y algunos cantaores viven la eterna tragedia del ser humano, que se despersonaliza ante sus límites. El fracaso del sentimiento ante la tirada de dados que representa cada toro y las posibilidades de superar lo insuperable, provoca en los aficionados una rabia inaudita, expresada en la bronca fenomenal que cubre los sentimientos de orfandad y abandono, desplazados en el toreo.
Rafael de Paula paralizado, lleno de un pánico total, como en tantas tardes, registrando la confusión de sus primeras sensaciones infantiles indiferenciadas, promotoras del miedo, con las de la presencia de los toros. La conciencia del desamparo frente al público y los toros. El desamparo, como vivencia de la muerte inmediata, que lleva a perder el aliento. La sensación de muerte que, curiosamente, pese al fracaso, desrobotizan al torero prendido en las astas del miedo que le tejen sus ondulaciones entre sonidos negros.
El miedo del torero en la plaza, tejido entre los burladeros, en ondulaciones que se le escurrían y lo dejaban muerto, quedando a la deriva, para irse por el agujero negro sin fondo y silencioso, en otra tarde que se le volvió noche, de largos tiros quebrados. La carne del torero fundida en lo negro del toro. Un son de presagios de muerte --hondura que le encendía el cuerpo-- y lo llevaba por los caminos de lo imposible.
Un huracán de negruras que se le debe haber deslizado por el sonido de la sangre que poco a poco se desperazaba. Las vibraciones espirituales seguramente de muerte tocaban un jaleo por martinetes de cava vieja. Hasta que la fatiga lo debe haber acercado hasta la lúgubre frontera de la llama del demonio negro; es decir, el maleficio de la muerte chiquita que mágicamente se le iba el aliento.
Una devoradora llave mordiente de pánico debió sentir Rafael de Paula en el hervidero negro que lo lanzaba en vuelo, ya sin oír la bronca que sacudía los tendidos, perdido en la caída en el vacío. Como perdidos nos encontramos los que asistimos a la Plaza México, mirando desde adentro nuestra propia muerte, desplazada del amor al toreo y en ocasiones al revés.
En el ruedo nuevamente un novillito de regalo de Santiago, tan increíble como los del domingo anterior, con el que sueñan los novilleros, desperdiciado por el novillero de extraño nombre, Judas Tadeo. Los de Marcos Garfias, de lidia ordinaria con su jiribilla, pero toreables, le permitieron triunfar al joven francés: Luisito, quien mostró oficio y sitio, aparte de mucho valor, que le valió cortar una oreja. El novillero que causó impacto el domingo pasado, Jerónimo, que al igual que El Juli, perdidos a su vez en el espacio.