Uno de los saldos más promisorios del 6 de julio es que, mediante la legitimidad del voto, convierte poder en autoridad y subraya el valor de un componente esencial de la vida pública: la política, el ejercicio del diálogo, la negociación, la búsqueda de acuerdos. El nuevo mapa político, la correlación de fuerzas en el Congreso volverán cotidianas prácticas parlamentarias que apenas estamos ensayando: las alianzas estratégicas, los acuerdos entre fracciones para sacar adelante iniciativas, el tejido de compromisos...
La pluralidad de voces y proyectos que colmó durante los últimos meses, con tanta intensidad, todos los espacios de nuestra vida social, se expresará ahora con una legitimidad irreprochable en el Congreso de la Unión. Anticipo debates inteligentes, vehementes sin duda, pero fundamentados. Hay en todas las fracciones representadas mexicanos valiosos, lúcidos, comprometidos con las mejores causas. Nos tocará dar lo mejor de cada uno para consolidar la gran transformación de la vida política, social y cultural que estamos construyendo.
¿Que puede haber discrepancias y conflictos? Sin duda. Pero la madurez de los actores políticos nos permitirá ponernos de acuerdo en lo esencial o pagar los costos de no hacerlo.
Mucho se discute en estos días sobre las motivaciones del voto. Los estudios que anticipan los académicos y analistas definirán las razones y los pesos que tuvieron en el elector. Es evidente que detrás del voto están múltiples factores: la (su) situación económica, su visión sobre los partidos y candidatos, las ofertas programáticas, el impacto de las estrategias (particularmente las de comunicación social)... Pero un dato es inequívoco: los mexicanos votamos por la transformación pacífica del país, por la democracia como método para abordar los problemas nacionales y construir soluciones.
Estas elecciones son un triunfo sobre la indiferencia, el desinterés y la abstención por la política y los asuntos públicos. Como dijera Luis Salazar, ``... dejaron de ser aburridas'' y expresan vigorosamente la aspiración colectiva de acceder a estadios más altos de convivencia democrática.
En la actividad y movilización de los partidos, en el ánimo colectivo, en la atención recuperada del ciudadano por la cosa pública, se encuentran los ingredientes de una nueva cultura política: plural, de respeto a las diferencias, de tolerancia y corresponsabilidad. Y en esto, mucho ha tenido que ver la voluntad democrática del presidente Zedillo y los partidos políticos nacionales, que se tradujeron en una reforma electoral sin precedentes: nuevas reglas que garantizan equidad en las campañas, libre competencia por el voto ciudadano y transparencia en los comicios...
En su diseño teórico, la división de poderes tenía el propósito de crear el sistema de ``pesos y contrapesos'' de que hablaba Madison; que el poder controlara al poder, como proponía Montesquieu; que se impusiera una verdadera corresponsabilidad en el ejercicio del gobierno. Aquí estamos ya.
A quienes ejercemos la política nos toca asumir esperanzadoramente los cambios de este país y su potencial democrático. Démosle la bienvenida a la pluralidad de opiniones, proyectos y alternativas. De eso está hecha la democracia.