La Encuesta Nacional de Alimentación y Nutrición en el Medio Rural 1996, realizada por el Instituto Nacional de Nutrición (INN) y dada a conocer ayer por ese organismo, constituye una medición precisa y descarnada de una gravísima fractura social en nuestro país, una fractura cuya existencia, por lo demás, no es desconocida para nadie.
Mientras en la segunda mitad de este siglo, y a pesar de las crisis recurrentes, el México urbano y de clase media ha conocido indiscutibles avances en materia de desarrollo social y de bienestar, en zonas rurales de Guerrero, Yucatán, Chiapas, Michoacán y otras entidades del centro y sur del territorio imperan terribles condiciones de vida que son, en parte, producto de rezagos ancestrales, pero también de una política que en los últimos tres lustros ha mantenido a una porción del agro y a sus habitantes en un deliberado abandono.
En tanto las grandes empresas industriales y agroindustrias orientadas a la exportación, especialmente las del norte del país, que se concentran en la producción de frutas y hortalizas, reciben apoyo y promoción oficiales, los ejidatarios, los comuneros y los pequeños propietarios que cultivan especialmente granos básicos, y que en buena medida subsisten en una economía de autoconsumo, han sido abandonados a su suerte y enfrentados, para colmo, con una indiscriminada apertura comercial -en el contexto del TLC- que los deja sin ubicación posible en el mercado y sin más expectativas que la emigración -a la marginalidad de los polos urbanos nacionales o al norte del río Bravo-, el narcotráfico o el desasosiego social: en esta lógica, no es mera coincidencia que en tres de las cuatro entidades que -según la encuesta de nutrición mencionada- ocupan los primeros lugares en materia de desnutrición infantil, actúen movimientos armados de extracción indígena y campesina.
A la desatención programada de estos sectores de la nación ha de agregarse la poca o nula operancia de los pocos e insuficientes programas orientados a paliar las consecuencias más terribles de la política económica, empezando por el hambre. Es ilustrativo, en este sentido, que lo que queda de subsidio a los alimentos básicos sólo llega, en el campo, a una parte ínfima de la población de escasos recursos, como se desprende del estudio realizado por el Departamento de Educación Nutricional del INN.
En el campo es especialmente claro que instrumentos como los tortibonos no pueden garantizar alimentos básicos para la población marginada, en la medida en que las respectivas redes de distribución no llegan eficientemente a una población dispersa. En las regiones del país en las que subsisten formas de caciquismo, la situación es aún más lamentable.
Lo cierto es que México, a pesar de sus logros en materia de desarrollo -muchos de ellos impresionantes- no ha conseguido erradicar la desnutrición de un significativo sector de su población, y ello constituye no sólo una vergüenza, sino también un lastre que afecta, necesariamente, al proyecto nacional en su conjunto. Con habitantes desnutridos resulta aventurado, por decir lo menos, plantear una inserción del país, en condiciones de competitividad, en la economía globalizada. Con votantes y ciudadanos desnutridos resulta ofensivo hablar de democracia plena. Con niños desnutridos es improcedente hacer menciones al futuro.
En suma, la encuesta realizada por el INN debiera ser una llamada de atención a la conciencia nacional -a la sociedad y a las autoridades- sobre el gravísimo peligro que representa la desnutrición para la estabilidad política, la viabilidad econó- mica y el futuro del país.