Pedro Miguel
Los esclavistas de Queens

Al contrario de lo que se piensa, hay diversos caminos para hacerse rico, o por lo menos para vivir en forma holgada: nacer con certificado de autenticidad en casa de los Gates, idear una nueva moda tecnológica (¿a qué hora salen los teléfonos celulares con televisión integrada?), comprar cocaína barata en Latinoamérica y venderla cara en Oklahoma o, incluso, trabajar duro. Pero la fórmula más socorrida desde tiempos casi inmemoriales ha sido --y sigue siendo-- servir de intermediario entre el mercado y el trabajo de los demás. Esa vía a la prosperidad tiene la ventaja de ser legal y muy apreciada, de acuerdo con los valores sociales de nuestros días.

Es precisamente lo que hicieron unos vivales cuyos nombres no merecen mención: reunieron a un grupo de 62 mexicanos --hombres, mujeres y niños-- y los insertaron en el mercado laboral neoyorquino, que es uno de los más grandes del mundo. Pero, a diferencia de la suerte que corren otros capataces, éstos acabaron presos.

Muy probablemente recurrieron --como lo hacen numerosos enganchadores, polleros, tratantes de blancas, traficantes de humanos-- a engaños y malas artes para reclutar a sus víctimas; es seguro que abusaron de ellas en términos laborales y también, al parecer, sexuales. Hasta que fueron descubiertos, las mantuvieron en una pocilga de Queens en condiciones parecidas a la esclavitud.

Nada, hasta aquí, diferencia a los sujetos de marras de los respetables empresarios que, en el país del norte, contratan a cientos de miles de trabajadores inmigrantes para ponerlos a trabajar, en condiciones inhumanas, en los campos de tomate o manzana o en las ensambladoras. Esos hombres de empresa saben sacar provecho de la desventajosa situación que enfrentan, en todos los terrenos, los demandantes de trabajo: su desconocimiento del idioma, su situación migratoria irregular, su ignorancia de las leyes y los reglamentos, su condición de refugiados del holocausto económico. El entorno en que viven los mojados es un universo de malos tratos, de abusos, de acoso y persecución, de arbitrariedades y de muerte. Las condiciones de desigualdad y desprotección de los contratados permiten otorgar sueldos ínfimos y obtener, en contrapartida, espléndidas ganancias.

Y es que, en cierta forma, casi todos los trabajadores indocumentados llegan a Estados Unidos en calidad de sordomudos culturales, incapaces de hablar el idioma, entenderlo o comunicarse con su entorno, aunque con el tiempo desarrollen esas habilidades.

Los esclavistas de Queens fueron mucho más allá que los polleros y explotadores corrientes: reclutaron a sordomudos absolutos, que lo son tanto en México como en cualquier país, y los pusieron a producir dinero en los mercados neoyorquinos de la mendicidad, que al parecer están tan organizados como cualquier otro rubro económico.

El hecho ha sido tomado como una manifestación excepcional de crueldad, como una expresión aberrante de aprovechamiento de la desgracia ajena. En ello incide esa forma hipócrita, cristiana y aceptable de discriminación que son los sentimientos compasivos hacia los discapacitados. Pero sin ignorar la extrema maldad que anima a los esclavistas de Queens, sus acciones aisladas pueden también leerse como una empresa emblemática de la explotación colectiva, estructurada y regulada de millones de trabajadores extranjeros que llegan o son llevados a Estados Unidos en condiciones de total incomunicación e indefensión laboral, cultural, legal y física.