El presidente Ernesto Zedillo ha tenido el raro privilegio de crecer en la derrota. Al intervenir insistentemente en la campaña de su partido, el Revolucionario Institucional, descendió de su carácter de jefe de Estado al de jefe de un partido, de modo que los descalabros del PRI --quizá el ejemplo más dramático sea que en el Distrito Federal no ganó ningún distrito-- son adjudicables también al mandatario, quien de ese modo perdió una suerte de referéndum implícito al que imprudente e innecesariamente se sometió.
Sin embargo, al aceptar con rapidez y sin reservas los resultados --para él dolorosos-- de los comicios del 6 de julio de 1997, Zedillo empezó a reasumir su papel de jefe de Estado, que en mala hora desestimó. En consonancia con ese carácter, su conducta a partir de ese día ha sido plausible, tanto frente al candidato más ganancioso de la elección, Cuauhtémoc Cárdenas, como ante sus copartidarios, a quienes ha dicho verdades incómodas y hasta hace poco inimaginables en un Presidente mexicano.
En ese marco deben ubicarse sus declaraciones al Chicago Tribune, diario estadunidense a cuyo corresponsal en México le dijo una verdad que resulta clara para casi toda la sociedad mexicana, pero que en labios presidenciales adquiere una dimensión mayor: el PRI puede perder la Presidencia de la República en el año 2000.
Aunque seguramente para muchos priístas la declaración presidencial no resulta grata, en realidad describe con precisión una posibilidad latente en el escenario político desde hace algunos años y, también, una esperanza compartida por grandes segmentos sociales de distinto signo ideológico pero con una vocación democrática común, es decir, que el partido hegemónico deje de serlo y entre a la competencia electoral como una fuerza política más, proceso que alcanzará su cima cuando el PRI pierda la Presidencia.
De cara a los resultados de los comicios de julio, esa aspiración ha empezado a tornarse realidad. Aunque todavía existen en él ciertas zonas oscuras, dinosáuricas, el PRI parece apuntar a un destino mucho mejor en términos de legitimidad que el que le ha correspondido hasta ahora, o sea, el de ser un auténtico partido y no más el órgano electoral de un régimen ya caduco.
Son los actuales, pues, tiempos de transición. Una transición a la que suele apellidarse democrática. Una transición que, efectivamente, apunta a la democracia. Pero, ojo, aún no existen garantías plenas de que será verdaderamente democrática. En esas zonas oscuras del sistema político, podrían estarse gestando amenazas graves para ella. También en el sistema de partidos podrían generarse ánimos triunfalistas y mesiánicos, auspiciadores de indeseables autoritarismos.
Convendrá permanecer alerta ante tales peligros, no sólo frente al régimen en retirada cuya fuerza jurásica aún puede propinar dolorosos coletazos, sino también ante los partidos en alza que albergan la dualidad de ser gobierno y oposición y a los cuales habría que rechazar cualquier intento, inmediato o de corto plazo, de convertirse en nuevo partido de Estado.
Al margen de peligros y transiciones, es menester dar la bienvenida al nuevo jefe de Estado que nació el 6 de julio. Habrá quienes legítimamente opinen que, al actuar como lo está haciendo, Ernesto Zedillo no hace sino cumplir con su deber. Y así es, pero desde la cumbre del poder en México, los incumplimientos de deberes han sido frecuentes e, incluso, jubilosamente celebrados por los adoradores del poder. De modo que hay razones para celebrar la conducta de un Presidente que vislumbra con claridad un futuro competido en materia electoral y se compromete con la democracia. Este compromiso tendrá singular importancia ante las arduas jornadas que será preciso emprender hacia las elecciones de 2000. Ante éstas, el Instituto Federal Electoral (IFE) tendrá su verdadero desafío, junto al cual el proceso recién concluido no es sino un buen ensayo.
Aun cuando suele haber resistencias para reconocer los méritos de quienes ejercen en medios ajenos, el gremio periodístico debe celebrar con alborozo el vigésimo aniversario de la columna Plaza Pública (que actualmente se publica en Reforma y decenas de periódicos de los estados), de Miguel Angel Granados Chapa, en quien es posible hallar rectitud y valentía poco comunes en el columnismo nacional. Casi coincidentemente con tal aniversario, Granados Chapa y sus hijos iniciaron la publicación de Hoja por hoja, suplemento mensual sobre libros, que aparece en diez periódicos del país.
Enhorabuena.